lunes, 14 de julio de 2025

El Sabio que Tocó Tres Veces la Puerta

 El Sabio que Tocó Tres Veces la Puerta



Tocó tres veces el sabio la puerta, y la muerte contestó.

No con palabras, sino con un silencio tan profundo que hizo temblar los huesos del tiempo.

Le mostró que todo lo que creía poseer sería devorado por el olvido,

que los nombres grabados en piedra también se borran cuando el viento del alma sopla.


Tocó tres veces el sabio la puerta, y la vida contestó.

No con promesas, sino con la fugacidad de una flor que se abre solo al sol que sabe mirar.

La vida le enseñó que respirar no es vivir,

y que el que no se arriesga a morir cada día, no ha nacido jamás.


Tocó tres veces el sabio la puerta, y el amor contestó.

No con caricias, sino con fuego.

Fuego que consume máscaras, egos, límites y pretensiones.

El amor no vino a complacerlo, vino a quemarlo.

A dejarlo desnudo, sin historia, sin escudos. Solo esencia.


Entonces tocó tres veces la puerta el sabio,

y preguntó:

¿Cuál es la realidad? ¿Cuál es la pregunta? ¿Cuál es la respuesta?


Y las tres voces —muerte, vida y amor—

hablaron al unísono desde dentro de su pecho:

La realidad es aquello que trasciende los sentidos.

La pregunta es quién eres sin tus nombres.

La respuesta… es el silencio detrás del último pensamiento.


Porque en este mundo donde se corre por tener,

donde el oro vale más que el alma,

y el ruido de las redes apaga el murmullo del espíritu,

solo el que se detiene, se disuelve y se entrega,

recuerda que ha venido no a conquistar tierras,

sino a despertar memorias.


No somos más que viajeros atrapados en una cárcel de sentidos,

enfrascados en una danza ilusoria de posesión,

cuando lo único que realmente puede poseernos…

es el misterio.


Tocó tres veces la puerta el sabio.

Y al no encontrar un dueño afuera,

descubrió que siempre fue él quien debía abrir desde dentro.


viernes, 6 de junio de 2025

El Maestro del Bosque Silencioso


Hoy la Muerte me susurró al oído,

con voz serena, sin juicio ni ruido:

“Con las mismas ansias con que tú vives,

yo te observo, paciente, donde todo se escribe.”


“No soy castigo ni castillo cerrado,

soy el maestro que llega callado.

Cuando ya no temas dejar de luchar,

verás que en mí también puedes despertar.”


“Y si ardes completo sin pedir permiso,

sabrás que morir no es un fin, sino un inicio.

El alma se eleva cuando ya no hay abrigo,

y salta al vacío eterno… del salto dimensional contigo.”


“Sé que ya el temor propio no existe en ti,

solo tu presencia en los que amas, sin fin.

Oculto en ese bosque, donde el eco es destino,

habita el fin de todos… y también el camino.”

viernes, 25 de abril de 2025

El sapo que recordó ser un soplo



 ¿Qué somos?

—¿Qué somos? —preguntó el sapo al sabio, mientras el sol caía sobre la laguna.

El sabio, un anciano de mirada serena y barba de nubes, respondió sin dudar:

—Esclavos de lo que creemos.

El sapo parpadeó, confundido.

—¿Pero qué somos en realidad? —insistió.

El sabio sonrió con dulzura, miró al sapo a los ojos y le dijo:

—En realidad… somos un soplo libre, atado solo por hilos de ilusión. Somos posibilidad antes de ser forma, y misterio antes de ser palabra. Somos el eco de un origen que olvidamos, jugando a ser todo lo que creemos necesitar ser.

Luego el sabio se inclinó hacia el sapo y susurró:

—Cuando dejes de preguntarte qué eres, y simplemente seas… entonces recordarás.

El sapo guardó silencio, y por un instante, el croar del mundo se detuvo. En ese silencio, algo en su interior pareció despertar.

El reflejo

Esa noche, el sapo no durmió. Se sentó al borde de la laguna, observando su reflejo danzar sobre el agua. Por primera vez, no se vio como un sapo, sino como una chispa de conciencia flotando en un vasto océano de misterio.

—¿Y si no soy solo esto? —pensó—. ¿Y si soy más que mis pensamientos, mis miedos, mis deseos?

Al amanecer, decidió emprender un viaje. No uno de distancia, sino de profundidad. Se adentró en el bosque, no para encontrar respuestas, sino para perder las preguntas.

En su camino, encontró a una mariposa que le dijo:

—No temas a la transformación. El capullo no es prisión, sino promesa.

Más adelante, un río le susurró:

—Fluye, sapo. No te aferres a las piedras del pasado ni a las orillas del futuro.

Y el viento le cantó:

—Eres el silencio entre mis notas, la pausa que da sentido a mi canción.

Cada encuentro era un espejo, cada palabra una llave. El sapo comprendió que la sabiduría no estaba en las respuestas, sino en la experiencia de vivir plenamente cada momento.

El regreso

Tras muchas lunas, el sapo regresó a la laguna. El sabio lo esperaba, con la misma sonrisa serena.

—¿Descubriste quién eres? —preguntó.

El sapo asintió.

—Soy el viajero y el camino, la pregunta y la respuesta, el buscador y lo buscado.

El sabio cerró los ojos y dijo:

—Entonces ya no eres esclavo de lo que crees. Eres libre de ser.

Y en ese instante, el sapo croó. No como antes, sino como un canto de gratitud al universo, a la vida, a sí mismo.


miércoles, 2 de abril de 2025

Donde el Amor Teme Quedarse…

 



Hay quienes llegan al amor como se llega a un refugio tras la tormenta. Lo sienten como un nido cálido, un rincón donde por fin las máscaras pueden caer y el alma puede respirar. Pero apenas perciben ese calor, algo en su interior se sacude. Una voz antigua, oscura, les susurra que no lo merecen, que eso no es para ellos. Y entonces comienzan a herir, no por maldad, sino por miedo. Como si tratar mal lo que los ama los confirmara en su vieja y trágica certeza: “yo no soy digno de ser amado”.


Esa es la trampa. El saboteador aparece justo cuando las cosas empiezan a florecer. No grita. No hace escándalo. Se disfraza de dignidad, de independencia, de orgullo herido. Pero en el fondo es solo un niño aterrado que aprendió que el amor no se queda, que siempre duele, que es mejor acabarlo antes de que lo acaben a uno. Así que busca errores, inventa enemigos, pone a prueba al otro una y otra vez, esperando que falle, para poder decirse: “Lo sabía”.


Y en ese juego se vuelve injusto. Castiga sin razón. Dispara sentencias por pecados invisibles. Hace pagar al otro por el pasado de alguien más, por los gritos del padre, por las ausencias de la madre, por los amores que nunca fueron. Y lo más doloroso es que, mientras lo hace, se convence de que tiene razón, de que todo está justificado, de que es él quien sufre, quien ama más, quien da todo.


Entonces lanza la amenaza. Dice que se va, que no puede más, que esto no es lo que quiere. Pero en realidad lo que quiere es que el otro corra detrás, que le demuestre que sí, que aún lo elige, que aún vale la pena quedarse. Pero si el otro no lo hace —o si lo hace de forma distinta a la esperada— lo interpreta como prueba definitiva de que el amor no era real. Y así se condena, una y otra vez, a relaciones frágiles, de raíces débiles, de ramas quebradizas.


Porque el amor profundo —el que transforma, el que sustenta, el que se queda— necesita que uno esté dispuesto a desmontarse, a cuestionarse, a soltar el ego. Pero para muchos, eso es más aterrador que la soledad. Prefieren seguir huyendo, destruyendo, saboteando. Porque en el fondo no es que no amen al otro… es que no saben cómo amar sin hacerse daño.


Y aun así, hay quienes logran atravesar esa noche oscura. Quienes entienden que si se va a renunciar a la soledad, que sea por alguien que valga la pena. No por costumbre, ni por miedo a envejecer entre libros y cafés tibios, no por llenar vacíos que ni siquiera sabemos nombrar. Que sea por alguien que nos mire con verdad, no con necesidad. Por alguien que entienda que acompañar no es invadir, que amar no es rescatar, que estar no es vigilar. Que sea alguien que no tema nuestra sombra, ni se asuste de nuestra luz.


Porque hay soledades que son templos, silencios que curan más que mil palabras, espacios íntimos donde uno se encuentra consigo mismo y descubre que también puede ser hogar. Entonces, si se va a entregar ese santuario, que no sea por cualquier visitante fugaz. Que sea por un alma que también haya aprendido a habitarse, que llegue sin hambre de devorarnos, sin urgencia de salvarse a través nuestro.


Que valga la pena, sí. Que no exija que nos amputemos partes para encajar. Que no nos obligue a volvernos menos intensos, menos libres, menos nosotros. Que se quede no porque no tenga a dónde más ir, sino porque sabe que el amor, cuando es real, es una elección diaria… no una jaula, no una deuda, no una renuncia a uno mismo.


Si se va a dejar la soledad atrás, que sea por alguien que la respete, que no le tema, que sepa que antes de nosotros, fuimos nuestros… y que eso no cambia, ni siquiera cuando amamos profundamente.


lunes, 17 de marzo de 2025

Latidos Ocultos

 

Cada mañana cuando entro a la oficina siento esa electricidad recorriéndome el cuerpo. Y no es el café ni las miradas curiosas del resto es él. Gabriel, con esos ojos oscuros que parecen esconder tormentas que deseo desatar. Nos cruzamos en el ascensor y él, con su voz ronca, me dice “hola hola”, así, como si no importara, pero lo que provoca en mí es devastadoramente importante.


Cada pequeño roce, cada encuentro casual en el pasillo, es una invitación silenciosa a un mundo prohibido. En las reuniones, mientras todos hablan de proyectos y fechas, mis ojos se pierden en él. De pronto, me mira directamente—atrapada, hipnotizada—y un escalofrío delicioso recorre mi columna. La tensión en el aire es densa, dulce como miel caliente.


Una noche, después de semanas de mensajes tímidos pero cada vez más audaces, decidimos escaparnos. Nos encontramos en un rincón oscuro del estacionamiento, alejados de miradas indiscretas, y el mundo deja de existir en ese instante en que sus labios, cálidos y hambrientos, devoran los míos.


Nuestros encuentros se vuelven cada vez más atrevidos. En el auto, bajo la complicidad de la noche, Gabriel me toma con una urgencia apasionada. Sus labios dibujan fuego sobre mis senos, su lengua recorre lentamente mis pezones, encendiéndome. Baja por mi abdomen hasta mis caderas, trazando caminos ardientes mientras sus manos firmes aprietan mis muslos, devorándome con un hambre que enciende cada centímetro de mi piel. Nuestros cuerpos arden juntos, fusionados en un placer desesperado.


Pero nada es suficiente, y la pasión nos empuja cada vez más lejos. Un día, en el ascensor de la oficina, la tensión estalla sin aviso. Con una mirada cómplice, nos colocamos estratégicamente de espaldas a las cámaras. Sus manos, rápidas pero discretas, se deslizan bajo mi falda mientras mis dedos se cuelan en sus pantalones, buscando el calor y la dureza que tanto he deseado. Nos masturbamos mutuamente, silenciosos y desesperados, con el corazón acelerado y las respiraciones contenidas. El riesgo aumenta nuestra excitación hasta límites delirantes, y ambos llegamos al clímax justo antes de que se abra la puerta del ascensor. Una última mirada cómplice, una sonrisa fugaz, y salimos como si nada hubiera pasado, aunque ambos sabemos que acabamos de cruzar una línea peligrosa y absolutamente deliciosa.




Pero nuestros encuentros se vuelven cada vez más atrevidos. En el baño de la oficina, la tensión acumulada estalla en un abrazo desesperado. Sus labios recorren mi cuello mientras sus manos desabrochan mi blusa con prisa febril. La respiración entrecortada llena el pequeño espacio, acelerando nuestros corazones. Sus dedos trazan caminos que me llevan al borde del delirio. Nuestros cuerpos vibran al unísono hasta que llegamos juntos al clímax, compartiendo un orgasmo profundo que sellamos en un beso ardiente y prohibido.


La noche envolvía la habitación en un silencio expectante. Ella sentía su corazón golpear con fuerza contra su pecho, cada latido cargado de la mezcla agridulce de miedo y deseo. En su mente, las dudas se arremolinaban: ¿Debería detener esto ahora, antes de que sea demasiado tarde? Pero al mismo tiempo, un calor embriagador recorría su cuerpo, desde el cosquilleo que nacía en la base de su nuca hasta el temblor suave en sus manos. Él estaba a solo unos pasos, tan cerca que podía distinguir cómo también contenía la respiración; sus ojos oscuros reflejaban la misma indecisión tormentosa. Ambos sabían que una vez que cruzaran ese límite, nada volvería a ser igual, y esa certeza los aterraba a la par que alimentaba el fuego que amenazaba con consumirlos.


Él alzó una mano con lentitud temblorosa y rozó suavemente la mejilla de ella con el dorso de los dedos. Un estremecimiento involuntario la recorrió al sentir esa caricia contenida, como un relámpago de placer y ansiedad que encendió cada nervio bajo su piel. No puedo pensar con claridad cuando me toca…, se confesó en silencio mientras cerraba los ojos, dejándose llevar por la cálida sensación de su piel contra la suya. Por su parte, él luchaba contra el impulso de estrecharla en sus brazos de golpe; una parte de él temía que cualquier movimiento brusco la ahuyentara. Sus miedos susurraban que quizás estaba yendo demasiado lejos, pero el anhelo era más fuerte: sentía el suave aroma de su cabello nublando su juicio y la cercanía de sus labios entreabiertos era una tentación imposible de ignorar.






Durante un instante eterno, ninguno de los dos se movió, atrapados en ese juego tortuoso de incertidumbre y deseo feroz. Sus respiraciones entrecortadas eran el único sonido en la oscuridad; los ojos de ella buscaron los de él, intentando leer en ellos alguna señal de que debían parar o continuar. En las profundidades de su mirada vio reflejado el mismo fuego que ardía en su interior, y fue entonces cuando su última gota de resistencia se evaporó. Con un gemido suave que era mitad súplica y mitad rendición, ella acortó la distancia y rozó con sus labios los de él. Ese contacto apenas insinuado rompió la quietud: él respondió al beso primero con delicadeza temerosa, luego con un hambre creciente, abriendo paso a la pasión contenida tanto tiempo. Los dedos de él se entrelazaron en el cabello de ella con urgencia suave, mientras las manos de ella se aferraban a la camisa de él como si temiera que en cualquier segundo pudiera desvanecerse aquella realidad ardiente.


Lo que empezó como un roce tímido se transformó en un arrebato incontenible. Ella se encontró atrapada entre el muro y el cuerpo firme de él, sintiendo el calor que emanaba de cada rincón de su ser. Sus labios, antes dubitativos, ahora la exploraban con devoción desesperada: trazaron un camino de besos febriles desde la comisura de su boca hasta la curva sensible de su cuello, encendiendo a su paso una estela de escalofríos deliciosos. Nunca me había sentido tan viva…, pensó ella, ahogando un suspiro cuando él mordió con suavidad la piel delicada de su cuello, enviándole oleadas de placer que desterraban cualquier rastro de temor que pudiera quedar. Él, perdido en el sabor y el aroma de ella, sintió cómo sus propias barreras se derrumbaban; sus dudas se disiparon al escucharla suspirar su nombre con esa mezcla de urgencia y entrega total. Ya no había espacio para la vacilación: con ternura y pasión a partes iguales, la levantó apenas para acercarla más, fundiéndose el uno en el otro sin reservas. Ambos se abandonaron a ese momento, con sus cuerpos y almas entrelazados. En cada caricia descubrían que el miedo había dado paso a una necesidad infinita de amarse con toda la intensidad que durante tanto tiempo se habían negado.


Nuestros cuerpos se vuelven adictos uno al otro, nuestros corazones latiendo al ritmo desenfrenado de una pasión secreta, irresistible e inolvidable. Nuestros encuentros se vuelven una danza secreta entre la urgencia y la desesperación. En cada beso, en cada caricia robada en la penumbra, descubrimos un lenguaje que no necesita palabras. El deseo nos arrastra sin piedad, pero en lo más profundo de nuestra piel arde algo más: algo que no se disipa con el amanecer ni se sacia en los fugaces momentos de entrega.


Entonces, un día, el juego se detiene. No porque la pasión se haya apagado, sino porque ha tomado una forma diferente.


Nos encontramos en su departamento, pero esta vez no hay prisa, no hay necesidad de escondernos. Él me mira como si viera algo más allá del deseo, algo que lo asusta tanto como lo atrae. Y yo, que creía que esto solo era un incendio pasajero, me descubro anhelando más que su cuerpo.


—No quiero que esto sea solo una aventura —susurra, su pulgar acariciando mi mejilla con una ternura que me desarma.


Mi pecho se aprieta, mi respiración se entrecorta. Porque siento lo mismo. Porque esto ya no es solo piel contra piel, sino alma contra alma.


En ese instante lo sé: hemos cruzado un umbral del que no hay regreso.


Nos amamos esa noche de un modo distinto, sin el vértigo del secreto ni la urgencia del pecado. Nos besamos como si estuviéramos aprendiendo el significado de cada caricia, con la certeza de que el deseo es solo una parte del todo. Nuestros cuerpos se buscan, sí, pero esta vez nuestros corazones laten al mismo compás, reconociéndose en la oscuridad.


Cuando la madrugada nos encuentra entrelazados, su aliento tibio en mi cuello y su brazo rodeando mi cintura, no hay más miedo, solo la certeza de que el fuego que nos consume ha dejado de ser solo un incendio pasajero.


Nos pertenecemos. No como un secreto escondido entre pasillos y ascensores, sino como una verdad que ya no necesita ocultarse.


Y así, con la piel marcada por su amor y la certeza de que esto apenas comienza, me dejo caer en el abismo de su abrazo, sabiendo que esta historia, lejos de terminar, acaba de empezar.