miércoles, 2 de abril de 2025

Donde el Amor Teme Quedarse…

 



Hay quienes llegan al amor como se llega a un refugio tras la tormenta. Lo sienten como un nido cálido, un rincón donde por fin las máscaras pueden caer y el alma puede respirar. Pero apenas perciben ese calor, algo en su interior se sacude. Una voz antigua, oscura, les susurra que no lo merecen, que eso no es para ellos. Y entonces comienzan a herir, no por maldad, sino por miedo. Como si tratar mal lo que los ama los confirmara en su vieja y trágica certeza: “yo no soy digno de ser amado”.


Esa es la trampa. El saboteador aparece justo cuando las cosas empiezan a florecer. No grita. No hace escándalo. Se disfraza de dignidad, de independencia, de orgullo herido. Pero en el fondo es solo un niño aterrado que aprendió que el amor no se queda, que siempre duele, que es mejor acabarlo antes de que lo acaben a uno. Así que busca errores, inventa enemigos, pone a prueba al otro una y otra vez, esperando que falle, para poder decirse: “Lo sabía”.


Y en ese juego se vuelve injusto. Castiga sin razón. Dispara sentencias por pecados invisibles. Hace pagar al otro por el pasado de alguien más, por los gritos del padre, por las ausencias de la madre, por los amores que nunca fueron. Y lo más doloroso es que, mientras lo hace, se convence de que tiene razón, de que todo está justificado, de que es él quien sufre, quien ama más, quien da todo.


Entonces lanza la amenaza. Dice que se va, que no puede más, que esto no es lo que quiere. Pero en realidad lo que quiere es que el otro corra detrás, que le demuestre que sí, que aún lo elige, que aún vale la pena quedarse. Pero si el otro no lo hace —o si lo hace de forma distinta a la esperada— lo interpreta como prueba definitiva de que el amor no era real. Y así se condena, una y otra vez, a relaciones frágiles, de raíces débiles, de ramas quebradizas.


Porque el amor profundo —el que transforma, el que sustenta, el que se queda— necesita que uno esté dispuesto a desmontarse, a cuestionarse, a soltar el ego. Pero para muchos, eso es más aterrador que la soledad. Prefieren seguir huyendo, destruyendo, saboteando. Porque en el fondo no es que no amen al otro… es que no saben cómo amar sin hacerse daño.


Y aun así, hay quienes logran atravesar esa noche oscura. Quienes entienden que si se va a renunciar a la soledad, que sea por alguien que valga la pena. No por costumbre, ni por miedo a envejecer entre libros y cafés tibios, no por llenar vacíos que ni siquiera sabemos nombrar. Que sea por alguien que nos mire con verdad, no con necesidad. Por alguien que entienda que acompañar no es invadir, que amar no es rescatar, que estar no es vigilar. Que sea alguien que no tema nuestra sombra, ni se asuste de nuestra luz.


Porque hay soledades que son templos, silencios que curan más que mil palabras, espacios íntimos donde uno se encuentra consigo mismo y descubre que también puede ser hogar. Entonces, si se va a entregar ese santuario, que no sea por cualquier visitante fugaz. Que sea por un alma que también haya aprendido a habitarse, que llegue sin hambre de devorarnos, sin urgencia de salvarse a través nuestro.


Que valga la pena, sí. Que no exija que nos amputemos partes para encajar. Que no nos obligue a volvernos menos intensos, menos libres, menos nosotros. Que se quede no porque no tenga a dónde más ir, sino porque sabe que el amor, cuando es real, es una elección diaria… no una jaula, no una deuda, no una renuncia a uno mismo.


Si se va a dejar la soledad atrás, que sea por alguien que la respete, que no le tema, que sepa que antes de nosotros, fuimos nuestros… y que eso no cambia, ni siquiera cuando amamos profundamente.


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