lunes, 17 de febrero de 2025

Elevación

Elevación





Cada mañana, a las 8:07 en punto, las puertas del ascensor se abrían y ella entraba. Siempre con la misma cadencia pausada, sin prisas, pero exacta, como si su reloj interno estuviera sincronizado con el de él.


Él ya estaba allí, en su esquina habitual, con el teléfono en la mano pero sin mirar la pantalla. La miraba a ella.


El primer día había sido una casualidad. El segundo, una coincidencia. El tercero, una rutina. Para la cuarta mañana, la tensión entre ellos era tan palpable que el aire del ascensor parecía espeso, denso, cargado de electricidad.


Nunca se saludaban. Nunca hablaban. Pero se desnudaban con la mirada.


Los ojos de él recorrían su cuerpo como si pudiera sentirlo bajo sus manos, dibujando líneas invisibles sobre la tela de su blusa, imaginando la textura de su piel debajo. Ella lo dejaba hacer, su respiración apenas alterada, su espalda erguida, su expresión impenetrable… pero sus pupilas lo devoraban.


El ascensor era su jaula privada. Un espacio donde las reglas del mundo exterior no aplicaban, donde podían tocarse sin tocarse, donde cada pestañeo era un roce, cada inhalación compartida era un gemido contenido.


Algunas mañanas, él llegaba primero y la esperaba. Otras, ella lo encontraba ya dentro, con la misma camisa impecable, la corbata aflojada justo lo suficiente para tentarla a imaginar qué pasaría si tirara de ella y lo atrajera hacia sí.


El juego era peligroso. La acumulación de deseo, letal.


Cinco pisos de agonía.

Cinco pisos donde sus cuerpos se hablaban sin palabras.

Cinco pisos en los que su piel se estremecía sin haber sido tocada.


A veces, él llegaba con el cabello húmedo, como si acabara de salir de la ducha. Ella contenía el impulso de preguntarse cómo se vería con gotas deslizándose por su piel desnuda. Otras veces, ella llevaba un vestido que se aferraba a su cuerpo como un amante necesitado, y él tragaba en seco, con la mandíbula tensa y los nudillos blancos de tanto apretar su teléfono.


Siempre en silencio.

Siempre a punto de romperse.


Pero nunca cruzaban la línea.


Hasta que una mañana, cuando el ascensor se detuvo en su piso, él dio un paso atrás en lugar de salir.

Ella no se movió.


El sonido de la puerta deslizándose se convirtió en un eco lejano.

El mundo dejó de existir más allá de esa pequeña caja de acero y espejos.


Él inclinó la cabeza apenas un poco. Ella no pestañeó.


No necesitaban hablar. Sus cuerpos ya habían tenido esta conversación un centenar de veces.


Las puertas del ascensor se cerraron de nuevo.


Y esta vez, ninguno de los dos intentó detenerlas.


Posturas para hacer el amor en un ascensor

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