martes, 22 de julio de 2025

El arte de desconectarse para conectarnos


A veces, Placer se preguntaba si el mundo se había rendido. Si las personas ya no se tocaban con las ganas, sino con la costumbre. Si el sexo se había vuelto una pausa publicitaria entre dos días iguales.


Y entonces llegó Galán.


Era guapo. De esos hombres que huelen a ego envuelto en perfume caro. Sabía cómo tocar, dónde besar, cómo hacer gemir… pero todo era mecánico, como quien repite una coreografía que aprendió viendo tutoriales con subtítulos. Cada vez que Placer lo tenía encima, sentía que no la miraba a los ojos. La penetraba, sí… pero jamás la atravesaba.


—¿Tienes idea de lo que es follar con el alma? —le dijo una noche, aún con las sábanas arrugadas por una embestida que duró exactamente 8 minutos con 37 segundos.


—¿No te gustó? —preguntó él, mientras tomaba agua como quien termina de trotar.


Ella lo miró, desnuda, despeinada y con los labios aún húmedos, pero el alma seca.


—¿Te gustas tú cuando estás conmigo? Porque yo a veces me siento un espejo empañado… apenas me veo.


Él no supo qué responder. Se quedó ahí, en silencio, con su cuerpo perfecto y su alma en modo avión.



Pasaron días. Semanas.


Ella lo siguió viendo. Porque hay placeres que el cuerpo reclama aunque el alma se canse. Pero cada encuentro la dejaba más vacía, más desconectada. Hasta que una noche, lo enfrentó:


—Quiero que me folles como si tu vida dependiera de cada gemido que me saques. No que me penetres como si estuvieras marcando una hora en el reloj.


Él arqueó una ceja. Le gustaba su carácter, su fuego. Pero no entendía lo que pedía. Para él, el sexo era placer… punto. No entendía que para ella el placer era un camino, no solo una meta.


Y entonces, ella decidió enseñarle.



Esa noche no hubo cama. Ni música. Ni velas. Solo una alfombra tibia, dos cuerpos tibios y una urgencia fría de alma. Placer se acercó y le tomó la cara con las dos manos. Lo miró fijo, sin pestañear, como si su mirada fuera a tallarle la piel desde adentro.


—Hoy no me toques. Solo mírame. Hasta que el deseo no esté en tu entrepierna, sino en tus pupilas.


Él obedeció.


Y cuando ella se desnudó, no lo hizo con prisa. Lo hizo como quien se deshoja lentamente. Como una flor que sabe que el aroma no está en la apariencia, sino en el ritmo con que se abre.


Se arrodilló frente a él. No para adorarlo, sino para invitarlo a que la adorara.


Le susurró:


—El cuerpo es templo. Pero el alma es altar. ¿Tienes miedo de rezar?


Entonces tomó su mano y la puso entre sus piernas.


—Esto no es un coño. Es mi centro. Mi fuego. Mi umbral. No vengas a apagarlo. Ven a avivarlo.


Él tragó saliva. Nunca nadie le había hablado así. Nunca había sentido que una mujer lo penetrara a él con palabras.


Cuando la besó, lo hizo temblando. Por primera vez no buscaba lengua, buscaba el temblor.


Y cuando la penetró, lo hizo lento. Tan lento que los gemidos no salieron de sus bocas, sino de sus pechos. Gemidos que no se oyen, pero que arden.


Ella le mordía la espalda. Le apretaba los muslos con los talones. Y entre sus jadeos, murmuraba palabras como mantras:


—Así…

—No pares…

—Despacio…

—Ahora sí estás aquí.



No hubo “me corrí” o “te corriste”. Hubo explosión interna, sincronía. Respiraban igual. Como si el universo entero estuviera contenido en ese vaivén lento, húmedo, hondo.


Cuando terminaron, no se soltaron. No porque se lo exigiera el guion romántico, sino porque el cuerpo no sabe cómo dejar de tocar lo que ama.


Galán no dijo nada. Solo la miró y, por primera vez, no pensó en lo buena que estaba. Pensó en lo hermosa que se veía al ser amada con conciencia.


Y susurró:


—Ahora entiendo. No es solo sexo… es creación.


Ella sonrió.


—No se llama sexo. Se llama energía. Y no se hace. Se honra.



Desde esa noche, no volvieron a follar como antes.


Ahora se tocaban sin prisa. Con hambre de piel, pero también de alma. Descubrieron que los cuerpos tienen lenguaje. Que una mordida puede ser un poema, y que hay orgasmos que sanan heridas de infancia.


Porque cuando el sexo deja de ser trámite… se convierte en hechizo.


Y mientras él la abrazaba, ya no con los brazos, sino con la mirada…

Mientras sus cuerpos temblaban aún, no por el clímax, sino por el descubrimiento…

Ella pensó —y se lo dijo al oído, sin voz, pero con alma


“Es más fácil ser pendejo…

O idiota…

Preocuparse por lo común.

Tener refugios de lo seguro, de lo tibio, de lo que no exige.

Vivir en piloto automático, follar sin mirar, besar sin sentir, amar sin habitar.

Es más fácil quedarse ahí…

Sin mucho afán.

Sin conexión.

Solo estar.

Solo pasar…

Pero ese ‘estar sin estar’ mata despacito.

Porque el cuerpo aguanta, sí… pero el alma no.”


Y esa noche, los dos entendieron que el verdadero peligro no era entregarse…

Sino vivir desconectados fingiendo que eso es vivir.


Porque cuando no se folla con el alma,

cuando no se vibra con la piel,

cuando no se ama con los ojos abiertos…

lo que se hace no es amar.


Es sobrevivir con fecha de caducidad.


Y ellos —por fin— decidieron vivir sin miedo a arder

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