—Maestro, ¿por qué parece que todo lo que intento se desmorona con el tiempo?— preguntó el joven, su voz cargada de duda y frustración mientras miraba el atardecer teñido de un dorado pálido.
El viejo maestro, con una mirada profunda que había visto muchas estaciones pasar, sonrió levemente, como si ya supiera la respuesta antes de que su aprendiz terminara de hablar. —Ah, el tiempo...— suspiró, tomando una bocanada de aire, sintiendo la calma que solo los años saben otorgar —Todo tiene su momento. Hay cosas que no podemos apresurar ni retener, joven. Pero lo que sí podemos hacer es confiar en el proceso, porque con el tiempo, todo encuentra su lugar—.
El muchacho lo miraba, todavía con incertidumbre en los ojos, buscando algo más concreto, alguna fórmula mágica que resolviera sus inquietudes. El maestro, entendiendo esa impaciencia juvenil, bajó la mirada hacia las piedras bajo sus pies, recogió una, áspera y fría al tacto, y se la ofreció. —Tómala— le dijo, mientras el aprendiz obedecía, notando lo áspera que era. —Esta piedra, ahora dura y quieta, una vez fue parte del viento, del fuego, del agua... Cada golpe, cada tormenta la esculpió hasta hacerla lo que es hoy. Pero si la dejas aquí— añadió soltando otra a la tierra—, el tiempo volverá a trabajar en ella, la desmoronará en polvo. Nada es eterno, pero todo se transforma—.
El joven apretó la piedra en su mano, sus pensamientos revoloteando entre las enseñanzas que había recibido. Sentía una necesidad voraz de resultados inmediatos, de respuestas claras.
—Nankurunaisa— murmuró el maestro, dejando que esa palabra flotara en el aire como una pluma. El joven lo miró sin comprender.
—¿Qué significa, maestro?
El anciano entrecerró los ojos, disfrutando del sonido del viento entre los árboles. —Es una palabra antigua, muy antigua. Significa que con el tiempo, todo se arreglará. No es solo una frase vacía. Es una enseñanza sobre el flujo natural de las cosas. No puedes forzar una flor a abrir antes de tiempo. Así como tampoco puedes detener las olas del mar... Todo encuentra su equilibrio, pero solo cuando lo dejamos ser—.
El aprendiz frunció el ceño, la frustración aún lo embargaba. —¿Pero cómo lo aplico en mi vida? No quiero solo esperar y ver qué pasa—.
El maestro rió suavemente, una risa que sonaba como el susurro de las hojas. —Es que no se trata de esperar pasivamente. Se trata de actuar con propósito, pero sin ansiedad. De hacer lo mejor que puedas hoy, confiando en que el mañana traerá su propio ritmo. Es vivir en la certeza de que el tiempo es tu aliado, no tu enemigo—.
La luz del sol comenzaba a desvanecerse, el cielo se teñía de un violeta profundo. El joven respiró hondo, sintiendo el aire fresco llenando sus pulmones. Lentamente, comenzó a entender.
—¿Y si nunca lo veo arreglarse?— preguntó, su voz casi en un susurro.
El maestro, aún mirando al horizonte, respondió con calma. —Quizá lo que buscas arreglar no necesita ser arreglado. Quizá el aprendizaje es aceptar que no todo debe resolverse a tu manera... Algunas respuestas solo llegan cuando dejamos de buscarlas con desesperación. Ese es el verdadero significado de nankurunaisa—.
El aprendiz sintió el peso de esas palabras asentarse en su pecho como una brisa cálida. En la simplicidad de ese mantra milenario, comprendió que no siempre debía apresurarse, ni luchar contra las corrientes de la vida. Aprender a soltar, a confiar en el tiempo, era también parte de su camino.
En ese momento, se permitió sonreír, quizá por primera vez en mucho tiempo. El mañana podía traer cualquier cosa—pero él, ahora, estaba listo para recibirlo con una sonrisa, como el sol que volvería a nacer.
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