En el sonido del silencio y la soledad del momento, hay una vibración que no pertenece al mundo exterior. Es un pulso antiguo, anterior a cualquier palabra, más viejo que tus miedos y más sabio que tus certezas. Es el eco del primer instante en el que abriste los ojos a la vida, y también el murmullo del último que cerrarás.
La soledad no se elige en su forma más pura: está inscrita en nuestra condición. Es la raíz y la cima, el punto de partida y de llegada. El camino por el que vinimos desnudos de nombres y ropas, y por el que nos iremos sin maletas ni testigos. Un sendero que no se curva para complacer, que no admite atajos, que no se interrumpe por aplausos ni se desvía por halagos.
Muchos la temen, como si fuera un desierto estéril donde nada crece. Otros la usan como refugio, un puerto secreto al que escapan cuando el ruido de la vida les arranca el aliento. Pero la verdad es que la soledad es un maestro silencioso que espera sin impaciencia, que no necesita buscarte porque sabe que tarde o temprano volverás. Siempre volvemos: cuando el ruido se agota, cuando las voces ajenas dejan de tener sentido, cuando el aplauso se disuelve y el espejo social ya no devuelve una imagen que nos satisfaga.
En ese regreso, la soledad se convierte en medicina. Su silencio no es vacío, es un espacio fértil donde germinan verdades que no se atreven a nacer en medio del ruido. Es ahí donde recuperamos nuestra brújula interna, esa aguja que apunta siempre hacia el centro de lo que somos y no hacia donde otros quieren que vayamos. Es en ella donde aprendemos que el rumbo no se dicta desde fuera, sino que se revela desde dentro.
El camino que nos propone la soledad es a veces inesperado, casi siempre desafiante. Puede estar poblado de compañías pasajeras que dejan huellas leves, o de soledades compartidas, esas en las que dos o más seres caminan juntos pero cada uno en su propio silencio. En él, el miedo a uno mismo suele ser la primera gran prueba: vernos sin el disfraz que la sociedad nos confeccionó, enfrentarnos a nuestras grietas, escuchar lo que callamos durante años.
La soledad es también una escuela. No tiene aulas de ladrillo ni pizarras visibles, pero sus lecciones se graban en la carne y en la memoria. Enseña a sentir sin anestesia, a sufrir sin testigos, a pensar con una claridad que el bullicio no permite. A veces sus clases son duras, obligan a mirar hacia adentro cuando lo que más queremos es distraernos afuera. Y lo más curioso es que, en cada curso de esta escuela, siempre hay un único estudiante: el mismo que un día nació para ocupar ese pupitre invisible y que un día, cuando la campana final suene, lo dejará vacío.
En el fondo, la soledad no es enemiga ni amiga: es territorio. Es el suelo sobre el que camina todo lo que somos. No viene a salvarnos ni a castigarnos, sino a recordarnos que la vida, con todo su ruido, es apenas un tramo de un viaje mucho más íntimo. Un viaje que empieza y termina en el mismo lugar: dentro de nosotros.
Si quieres, puedo tomar este texto y darle un estilo todavía más poético, casi como un manifiesto vital, para que fluya como si fuera un fragmento de un libro.
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