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Elegimos el acuario sin saberlo, o el acuario nos eligió; da lo mismo. Desde adentro todo parece natural: el vidrio es invisible hasta que chocamos con él. A veces lo llamamos sistema, otras destino, dios, gobierno, iglesia, mercado, algoritmo, Arquitecto. Las palabras cambian, el borde no. Y aun así, desde niños nos enseñaron a perseguir una zanahoria: notas, títulos, credenciales, iluminación; luego a enseñar a otros a perseguir la suya. Corremos, enseñamos a correr, y muy pocos preguntan quién sostiene el palo al que está atada la promesa.
Despertar se siente al principio como privilegio. Uno ve las costuras: el KPI es teatro, el sermón es guion, el trending topic es corral. Pero la lucidez trae su propia trampa: asfixia. Ya no puedes cerrar los ojos y volver a la fiesta. El aire “espiritual” que te venden arriba—retoques de marketing con vocabulario sagrado—huele bien, pero pesa como plástico. Te das cuenta cuando, si te quitas la meta por treinta días, en lugar de aliviarte te ahogas. El plástico no era cielo; era la misma jaula con incienso.
En la esquina opuesta, la ignorancia tiene su modo de felicidad: el que no mira más allá de su mesa, ama bien a quienes tiene, duerme, riega sus plantas, muere en paz. ¿Menos verdad? Tal vez otra frecuencia. Despertar no te hace superior; te hace responsable. Y responsable significa elegir qué haces con lo que ves, sin garantía de aplauso ni de alivio.
¿Estamos rodeados de NPCs o de almas reales? Depende del zoom. A ras de suelo, el cajero hostil parece programado para probarte. Un poco más arriba, entiendes que trae su propia historia. Más arriba aún, ambas imágenes se superponen: hay puntos de anclaje fijos—encuentros inevitables, pruebas pactadas—y espacios abiertos donde improvisas. Vives con partitura: el tono y los motivos están escritos; el tempo, los matices y los silencios son tuyos. Preguntar si pensar fuera del guion contradice al Creador es olvidar que, si hay Creador, también escribió tu rebeldía como recurso dramático. No todo rompe el vidrio; a veces lo vuelve visible.
A falta de mejores palabras, usamos la cuántica como metáfora sobria: lo no observado late en posibilidades; la atención colapsa una. No porque mires un billete aparecerá en tu bolsillo, pero lo que atiendes crece en tu vida. Un maestro que espera lo mejor tiende a despertarlo; un barrio que se compromete en pequeñas tareas cambia más que un manifiesto de épica instantánea. La atención es una herramienta de escritura: no reescribe la obra entera, pero sí tus líneas.
El acuario no tiene puerta en la pared. La puerta la llevas puesta. Cambiar el agua—hábitos, ritmos, vínculos—cambia tu experiencia del vidrio. En un plano unidimensional, todo parece lineal: naces, trabajas, amas, mueres. En una lectura multidimensional, varias vidas corren a la vez y se hablan por debajo del ruido: lo que aprendes de paciencia aquí afloja un nudo en otra versión de ti; la compasión que te guardas encalla en otra orilla. La mente lineal protesta; el tejido no pide permiso.
El avatar—cuerpo, memoria, carácter—puede ser prisión o gimnasio. Los sentidos te esclavizan si sólo obedeces su hambre; te liberan si los tratas como sensores finos. El sentimiento te arrastra si lo confundes con identidad; te impulsa si lo lees como brújula. Las personas que amas u odias existen de verdad y, a la vez, cumplen funciones exactas en tu guion. Son almas con viaje propio y anclas en el tuyo. No siempre están para hundirte: a veces fijan la escena que debías aprender.
Las grandes instituciones—religiones, gobiernos—son administradoras de relatos. A veces te cuidan, a veces te capturan. Hoy comparten púlpito con pastores algorítmicos: plataformas que saben tu pulso mejor que tú. Si además le entregas a la IA el acto de pensar, delegas el músculo que te sostiene erguido. No es el silicio lo peligroso, sino cederle el criterio y el propósito. Úsala como prótesis—eso libera—; entrégale el timón y tendrás comodidad con obediencia. Ovejas eficientes en corrales inteligentes.
Hay un culto transversal, el más hegemónico: la consecución. “Vivir es lograr.” Cambiamos KPIs por vibraciones, OKRs por certificaciones holísticas; el mecanismo sigue: otra cinta, otra zanahoria. ¿Quién la sostiene? Mercado, superego, tribu, alma pedagoga. A veces todos. La salida no es dinamitar la meta, sino ajustar la relación con ella. Tal vez no viniste a conseguir, sino a sostener: un oficio humilde, un vínculo limpio, una práctica sin selfie. Revoluciones silenciosas: el pan que sube, el aula que baja el volumen de la nota y sube el de la presencia, la empresa que atiende mejor a quienes ya confían en vez de prometer más.
El ruido es una fábrica de obediencia. El silencio no es huida: es afinación. Diez minutos sin música, una tarea hecha de principio a fin, un día sin emitir juicios, una página escrita a mano, una planta regada. Gestos minúsculos que devuelven señal. Son también formas de desobediencia: el algoritmo pierde su principal nutriente—tu atención—por un rato, y tú recuperas curvatura.
No estamos solos en este intento. Mayas, egipcios y otros pueblos calibraron el agua antes: entendieron el tiempo como rueda, no flecha; miraron el cielo para ordenar la tierra; trataron la muerte como pasaje con protocolo; usaron palabra y rito como tecnologías de atención; cuidaron comunidad y medida. Llamaron Maat a la justicia que equilibra cosmos y ciudad; ayni al intercambio vivo; minga al trabajo común. Eran humanos: también hubo guerras, dogmas, jerarquías. Pero su insistencia sirve hoy: lo real excede lo útil y el aprendizaje excede el logro. El templo orientado a la estrella nos recuerda que hay ritmos más grandes que nuestros calendarios de bolsillo; el libro para cruzar el Más Allá dice que no hay puerta lateral, hay umbral.
En las orillas del poder simbólico, nombres que encienden sospechas—masonería, rosacruces, iluminados, sectas mágicas—concentran dos posibilidades: disciplina para el autogobierno o manipulación envuelta en misterio. La higiene es simple: transparencia de fines y medios, posibilidad de disentir sin castigo, trabajo real con el mundo. Si un rito te devuelve criterio, es puente; si te lo quita, es pastoría con máscara.
El rebaño se regula: épocas de sobrepoblación y ruido, épocas de freno y repoblamiento. Cambian las ovejas; persiste la lógica del corral. Las herramientas nuevas hacen más sutil la cerca. La IA puede sincronizar el rebaño hasta que parezca danza; o puede darte tiempo para arte, ciencia lenta, política deliberativa. La diferencia no está en la herramienta, sino en quién decide para qué. Si el planeta parece bajar la marea de nacimientos, quizá el guion ajusta el elenco; el escenario no se desmonta.
Y entonces la escena final que ya sabemos: la oferta de dos pastillas. La azul promete cobijas: continuidad, estadísticas, la fe confortable en lo dado. La roja promete verdad: hueco del conejo, costuras del mundo, entrevista con el Arquitecto. Lo que no te dicen es que ambas cápsulas están en el inventario del mismo programa. La azul te adormece dentro; la roja te despierta dentro. El hueco conecta subsistemas; el Arquitecto habla en probabilidades; el Observador registra cómo juegas; dios, iglesia, gobierno y algoritmo son interfaces de un patrón que busca persistir. La muerte, por su parte, no abre una salida de emergencia: reinicia con otra memoria, otro papel, otro examen.
Si nada sale del guion, ¿para qué elegir? Porque la elección no cambia el mundo, cambia tu curvatura en el mundo. No derriba el vidrio; modifica cómo nadas, a quién sostienes, qué no replicas. El algoritmo sabe mucho de ti, pero no sabe qué hacer con un gesto que no busca recompensa. Esa milésima de dignidad—decir una verdad sin humillar, cuidar a un desconocido, apagar lo que te pide no apagarlo—no hackea la realidad, te rescata de la inercia. A veces, rescata a otro.
Los antiguos lo dijeron a su modo: el tiempo es rueda, el cielo es mapa, la palabra hace mundo, la comunidad te sostiene, la medida protege, el silencio afina, la muerte es paso. Y añadieron, sin decirlo: todo es acuario; se puede hacer el agua respirable.
Queda un último cruce, sin luces ni oráculos: mantenerse en el camino o salirse a la soledad externa del destino elegido. Mantenerse es aceptar la trama y hacerla decente: sostener el oficio, educar la atención, moderar el hambre de metas, medir el poder, cuidar la tribu, usar la IA como prótesis y no como pastor; caminar con otros, corregirnos sin humillarnos, celebrar sin plastificar el aire. Salirse es internarse en la intemperie de quien no pide permiso: renunciar a la cinta, hablar poco, trabajar con las manos, pensar sin público, dejar que el calendario vuelva a ser cielo; una soledad que no es misantropía, sino fidelidad a una señal que no cabe en el ruido.
Ambas rutas están dentro del guion; ambas valen. Una te da coro, la otra te da eco. La primera te recuerda que nadie se salva solo; la segunda que nadie te salva si te traicionas. Si dudas, escucha el pecho: donde el aire se vuelva plástico, retrocede; donde el aire, aunque escaso, sea tuyo, avanza. Y si mañana cambias de parecer, no habrás fallado: sólo habrás cambiado de agua. El vidrio seguirá ahí, pero tu nado también. Y a veces, sólo a veces, ese nado basta.
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