martes, 19 de agosto de 2025

Obsérvate en el fondo

 



Obsérvate en el fondo.

Ese vacío en las tripas que no avisa pero aprieta, ese filo que corta el aire y te obliga a respirar más corto. La angustia existencial no habla en discursos, habla en nudos. Llega como una carrera donde la preocupación te alcanza: el dinero que no rinde, la relación que se resquebraja, el familiar enfermo que te instala un temblor en el pecho. Obsérvate en el fondo: no para juzgarte, sino para reconocer ese territorio que también es humano.


Hay noches en las que el sueño se vuelve una puerta pesada y, cuando por fin se abre, del otro lado esperan pesadillas con su linterna apuntando a lo que más temes. Entonces lo cotidiano se desdibuja; el café sabe menos, el trabajo pesa más, las conversaciones se vuelven túneles que no llevan lejos. Una enredadera crece por dentro, silenciosa; se trepa a tus pensamientos, les roba la luz, aparta tu atención de lo que te sostiene. Y tú te preguntas si la angustia cicatriza, si el día a día podrá volver a ser ese piloto automático que antes detestabas y ahora extrañas, porque al menos te llevaba sin preguntarte a dónde.


Obsérvate en el fondo. Ahí es donde el dolor no distingue credenciales: muerde al fuerte y al frágil por igual. Por eso te aferras. Arañas la pared en busca de una repisa llamada normalidad, intentas mantener el status quo como quien cuida una vela en medio del viento. Tiene sentido: lo conocido, aunque estrecho, parece más seguro que el abismo. Pero también sabes —en un rincón muy sobrio de ti— que hay momentos en los que quedarse quieto duele más que moverse.


Hacer algo diferente no siempre significa una gran proeza. A veces es solo un gesto mínimo: abrir la ventana, decir “necesito ayuda”, nombrar la pérdida en voz alta para que deje de gobernarte en secreto. El estancamiento se alimenta de silencios prolongados; la vida, en cambio, se abre camino entre actos pequeños y tercos. Si es un duelo, si es una falta que muerde el bolsillo, si es el amor que se ha ido, duele. Y sanar, también. No hay herida profunda que no duela al cerrarse. A veces el tiempo es un sinónimo digno de sanación; otras, el tiempo solo ofrece suelo para que puedas trabajar. El reloj no cura por sí mismo, pero te da margen para aprender a curarte.


Obsérvate en el fondo y pregúntate: ¿qué anclas te retienen? Algunas son leales y te han salvado antes; otras, solo pesan. Hay anclas que se llaman “deber ser”, “no molestar a nadie”, “aguantar todo”. Si puedes, aligera. Levantar un ancla no es desamor por tu historia: es amor por tu travesía. Y sí, a veces las anclas parecen más pesadas que el barco entero. Aun así, hay que intentarlo. Porque vivir el fondo también exige recordar cómo nadar hacia la superficie. No para negar el fondo —ese lugar es real, y también eres tú— sino para que tu resiliencia tenga dónde respirar.


Tal vez las respuestas no lleguen de inmediato; raras veces lo hacen. Las medicinas del alma no se entregan a domicilio ni tienen prospecto claro. Hay tratamientos que se llaman compañía, otros que se llaman terapia, otros silencio, otros risa, otros pan compartido. A veces el remedio es simplemente aguantar un poco más del lado de la verdad, sin huir. Aguantar no como resignación, sino como arraigo: “estoy aquí, y esto que siento también está aquí, y sin embargo sigo”.


Obsérvate en el fondo, pero no te confunda el espejo. No eres solo ese dolor. Eres el cuerpo que lo sostiene, la memoria que recuerda días más claros, el deseo pequeño que persiste entre los escombros: llamar a alguien, ordenar la mesa, salir a caminar, volver a leer esa página donde una vez te sentiste comprendido. Eres la mano que tiembla y aun así alcanza otra mano. Eres la lágrima que cae y el parpadeo que te permite ver después de la caída.


Hay una sabiduría del fondo que no se aprende en la superficie. En el fondo uno distingue lo esencial de lo accesorio. Aprende a decir “sí” y “no” con una honestidad que a veces asusta. Descubre que la dignidad no necesita aplausos y que el miedo no es un juez, sino una alarma. El miedo suena para avisar, no para mandar. Puedes agradecerle su mensaje y, con todo, elegir el siguiente paso.


Y cuando te canses —porque te cansarás— mira alrededor. No estás solo. Ese “fondo que todos habitamos” no es un sótano privado; es una caverna común donde nuestras voces, al hablar, hacen eco. Escucha: hay otros respirando contigo, otros arreglando su ancla, otros aprendiendo a nadar de nuevo. La vergüenza te dirá que tu dolor es un caso aparte; la humanidad replica que tu dolor es humano. A veces necesitamos el coraje de aceptar ayuda, que es también permitir que alguien más encuentre sentido ayudando. La reciprocidad no es una deuda: es un modo de pertenecer.


Obsérvate en el fondo, y cuando llegue el amanecer —porque llega, de modos raros pero llega— practica la escalera corta: un paso, después otro. No quieras resolver la existencia entera en una mañana; basta con cepillarte los dientes, responder un mensaje, comer algo nutritivo, tender la cama como quien tiende una promesa. Lo pequeño construye suelo. Desde ese suelo, lo grande encuentra su lugar. Cuidar lo pequeño no es renunciar a los sueños: es darles raíz.


La cicatriz, cuando aparezca, no será una traición. Las cicatrices cuentan historias de un cuerpo que supo cerrar, de una persona que atravesó. No definen tu valor, pero testifican tu camino. Y si la herida tarda, si aún palpita, no eres menos por eso. Algunas pérdidas no se superan; se integran. Aprendemos a vivir con ellas al costado, como quien aprende a caminar con un nuevo peso que, con el tiempo, ya no impide sino acompaña.


Tal vez hoy solo puedas decir: “aquí estoy”. Eso basta. Porque desde el “aquí” se despliega el mapa, y desde el “estoy” se afirma la vida. Respira un poco más hondo; deja que el aire recuerde a tu cuerpo que sabe flotar. La superficie no es una mentira, es el otro lado de esta misma agua. No te exijas salir perfecto: sal tal como estás, y vuelve cuando lo necesites. El fondo seguirá siendo un maestro paciente; la superficie, un patio de juego donde ensayar lo aprendido.


Obsérvate en el fondo, una vez más, con gentileza. El dolor no te disminuye; te señala que te importan cosas verdaderas. El miedo no te condena; te recuerda que eres irrepetible. La angustia no es el final; es un pasillo oscuro hacia una habitación con ventanas. Camina a tientas si hace falta, pero camina. Y si alguna vez te quedas quieto, que sea para escuchar la melodía subterránea que, muy bajito, nunca dejó de sonar: estás vivo.


Entonces, cuando levantes anclas —aunque sea un centímetro— y sientas que el barco responde, recuerda esto: vivir el fondo sin olvidar nadar a la superficie no es una hazaña reservada a los héroes; es el trabajo íntimo de la gente común que decide no rendirse. Ese eco que oyes al final no es solo el de tu voz; es el de todos nosotros, llamándonos por nuestro nombre, para volver juntos.


Obsérvate en el fondo: quizá la soledad sea la mano que te empuja hacia abajo, la fuerza que te hace sentir que te hundes. Pero, sostenida con maestría, esa misma soledad se vuelve maestra: no te ahoga, te enseña a bucear. En su silencio, apareces tú con más nitidez. Allí empieza el diálogo interior: te escuchas de cerca, sin coro, sin distracciones. Pones una silla para tus miedos y los llamas por su nombre —el miedo a no tener, a no ser suficiente, a perder, a enfermar, a fallar— y, al nombrarlos, dejan de gritar por dentro para empezar a hablar contigo.


Porque la soledad, cuando no es castigo sino práctica, te concede un arte: el de preguntarte con honestidad y responderte con ternura. Te muestra que hundirse no siempre es caer: a veces es sumergirse para recuperar algo valioso que estaba en el fondo. Y al salir, no sales igual: sales con un mapa de tus sombras, con una gramática nueva para decir “tengo miedo” sin vergüenza, con un pulso más firme para sostenerte cuando vuelva la marejada.


Obsérvate en el fondo, entonces, incluso cuando la soledad pese. Si la miras de frente, si respiras dentro de ella y la conviertes en compañía lúcida, te conduce al encuentro contigo mismo. Y en ese encuentro, sin adornos, ocurre lo esencial: aprendes a hablar con tus miedos para que dejen de hablar por ti. Solo así la profundidad deja de ser una amenaza y se convierte en territorio navegable.


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