jueves, 5 de enero de 2017

En el campo de fresas....




Un día, en medio de la inmensidad de la selva, una pequeña ranita, con su viejo violín en mano, decidió buscar un rincón donde su música pudiera fundirse con el susurro del río. Se acercó a una gran piedra, al borde del agua, y ahí, bajo el cielo teñido de tonos cálidos por el atardecer, comenzó a tocar. Las notas de su violín se elevaron, suaves, acariciando el aire, llegando hasta un grupo de leones que descansaba cerca. Los grandes felinos, normalmente imperturbables, quedaron perplejos ante aquella melodía. Dejaron que la música envolviera el ocaso, que suavemente arrullara el final del día.

Pero el tiempo, con su marcha implacable, trajo consigo a un viejo león, sordo, cansado. Sin prestar atención a las notas que aún flotaban en el aire, se comió a la ranita, al violín y a todo lo que su música representaba... Sin más, sin pensar, sin sentir.

Cuántas veces en la vida somos como ese viejo león. Caminamos por el mundo sordos al sonido del amor, incapaces de escuchar las melodías que podrían cambiarlo todo. A veces, esas melodías llegan a nosotros, pero solo escuchamos versiones distorsionadas, opacas, de lo que realmente son, porque el miedo, la incredulidad o simplemente la apatía nos impiden abrir nuestros corazones. Y lo peor es que, a veces, destruimos lo que podría haber sido hermoso, simplemente porque no supimos apreciarlo.

Alguien me dijo una vez que el amor es como un campo de fresas. Un lugar donde siempre encontrarás fresas rojas y dulces, pero también verdes e insípidas. Sin embargo, a pesar de todo, siempre te dejarás seducir por ellas. Es fácil vivir con los ojos cerrados, caminar por ese campo sin realmente ver, sin oler, sin sentir. Es fácil cerrar nuestros oídos a la música que podría encender la chispa de algo grande, algo profundo. Pero, ¿qué sucede cuando lo hacemos? Nos perdemos de la melodía, del aroma, de la experiencia completa.

Ahora te pregunto, ¿en qué se parece el amor a un gran campo de fresas? Tal vez en su capacidad de seducirnos con su promesa, en la variedad de experiencias que nos ofrece, en la mezcla de lo dulce y lo amargo. O quizá en la manera en que, a pesar de todo, siempre regresamos a él, buscando una nueva fresa, una nueva melodía, una nueva oportunidad de sentir. Porque al final, vivir con los ojos cerrados puede ser fácil, pero no nos lleva a ningún lugar donde valga la pena estar. Y cerrar los oídos al amor... bueno, eso es simplemente perder la música que podría haber sido la banda sonora de nuestras vidas.


Por: Juan Camilo Rodriguez

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