Los refugiados son espejos que nos enfrentan con una verdad que preferimos no ver. ¿Quién soy yo, frente a esos ojos llenos de horror? El miedo, esa sombra que no deja respirar, que se cuela por cada rendija de la vida, se adueña de sus miradas. Me atraviesa, me recuerda mi fragilidad. Nos envolvemos en la falsa seguridad de nuestros muros, pero frente a ellos, a los que huyen, me siento tan expuesto como una herida abierta.
Vi a una mujer joven, con la piel quebrada por el sol que no tiene piedad. Su mirada era un pozo profundo, donde la esperanza había dejado de vivir. Tenía las manos rígidas, huesudas, como ramas secas que abrazaban a su hijo con una desesperación silenciosa, de esas que se sienten en los huesos, como un eco. Su cuerpo hablaba el lenguaje del sufrimiento, pero lo más cruel es que sus ojos solo imploraban al cielo, ese cielo que se hacía el sordo, el ciego.
¿Qué derecho tengo yo a la paz, cuando ella apenas sobrevive? Esta idea me perfora el pecho como un golpe inesperado. La paz. Esa palabra que he dado por sentada en mi vida, la veo desintegrarse cuando pienso en ellos, en los que huyen, en los que lo han perdido todo. Pienso en mis hijos, en su risa libre, en sus noches seguras. ¿Qué sabrán ellos del miedo? De ese miedo que paraliza, que despoja, que vacía el alma… No podría explicarlo. ¿Cómo explicar el hambre, cómo explicar el frío que nace desde dentro? No existe un manual para esa lección.
Me pregunto cuándo empezamos a creer que la vida se trata de lo que tenemos, de lo que acumulamos, de lo que construimos para nosotros mismos. Nos consume la rutina, el trabajo, las horas que entregamos sin mirar atrás, como si ese fuera el único sentido. Pero, ¿qué sentido tiene todo eso cuando otros, al otro lado de nuestro cómodo cristal, sufren tanto que ya no les queda ni el derecho a soñar?
Estamos dormidos, lo sé. Hemos dormido mientras el mundo sangra. Es tan fácil no ver. Tan cómodo no sentir. Construimos estos muros invisibles que nos separan del dolor ajeno, y un día, sin darnos cuenta, somos nosotros los que estamos atrapados detrás de ellos. El miedo nos gobierna. Miedo al cambio, miedo a perder lo que creemos nuestro, miedo de descubrir que no tenemos tanto control como pensamos. Y, sin embargo, hay algo aún más oscuro: el miedo a vivir. A vivir de verdad.
Nos aferramos a lo que conocemos, a la falsa seguridad de lo cotidiano. Preferimos eso, antes que lanzarnos al vacío de lo desconocido. Y entonces, mientras el reloj sigue su curso, despertamos tarde. Despertamos al borde de la muerte, con el alma gastada, el corazón cansado. Nos damos cuenta de que hemos desperdiciado nuestra vida, persiguiendo algo que nunca fue real. Y ahí, en ese momento en que ya no hay marcha atrás, el eco de un lamento se nos clava: "He vivido como si nunca fuese a morir, y muero sin haber vivido realmente".
Cada día, cada hora, cada respiro que tomamos es, al mismo tiempo, un recordatorio de lo finitos que somos. Y sin embargo, seguimos dejando que la vida se nos escape. Postergamos vivir de verdad. Creemos que el mañana nos va a esperar, que el momento perfecto va a llegar, que habrá tiempo. Pero no hay tiempo. Nunca lo hubo.
Los refugiados no son solo aquellos que huyen de una guerra, del hambre, de la muerte física. Somos todos. Todos, en algún momento, hemos sido refugiados de nuestras propias vidas. Huyendo del amor, de la verdad, de lo que nos hace humanos. Tal vez ellos nos están mostrando lo que nos hemos negado a ver. Nos están devolviendo el espejo para que, al mirarlos a los ojos, descubramos lo que también nos falta a nosotros. La capacidad de sentir. De compadecernos. De ser solidarios. De despertar, antes de que sea demasiado tarde.
Refugiados… Somos todos.
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