viernes, 8 de noviembre de 2024

Historias del cafe

 


El Café Que Llora

¡Ay, mijito! Si yo pudiera hablar, ¡cuántas historias les contaría!  Aquí me tienen, aferrado a esta montaña antioqueña desde que era apenas un brote. He visto pasar los años, las décadas… ¡y hasta los siglos, carajo!  Desde esta ladera he sido testigo de cómo ha ido cambiando mi tierra, de cómo el sudor de estos hombres ha labrado la historia de Antioquia.

 Recuerdo cuando esto era solo montaña virgen, llena de  árboles  gigantescos y animales de  todo tipo.  Luego llegaron  ellos, los colonos, con sus hachas y  machetes,  abriéndose paso entre la  maleza.  ¡Qué  berraquera la de esa gente!  Con  sus propias manos  despejaron  el terreno, construyeron  sus casas  y  sembraron  la tierra.  Y entre  todos  esos cultivos… ¡aparecimos nosotros, los  cafetos!

 Al principio éramos poquitos, pero con el tiempo  nos fuimos multiplicando  hasta cubrir  la montaña  de un verde  intenso.  Y con  el café… llegaron  ellos, ¡los  arrieros!  Hombres  curtidos  por el sol  y  el viento, con  sus  mulas  cargadas  de  costales.  ¡Qué  espectacular  verlos  bajar  por  las trochas,  abriéndose  paso  entre  las piedras  y  los  barrancos!  Parecían  hormigas  cargando  un  peso  diez  veces  mayor  que  ellas.

 Las mulas… ¡esas sí que son unas  berracas!  Fuertes,  resistentes,  capaces  de  cargar  hasta  lo  increíble.  Y  fieles  compañeras  de  los  arrieros.  A  veces,  cuando  la  trocha  se  ponía  muy  difícil,  se  oía  al  arriero  hablarle  al  animal,  casi  como  si  fuera  una  persona. "Vamos,  Lucero,  que  ya  casi  llegamos",  le  decía.  Y  la  mula,  como  entendiéndolo,  seguía  adelante  con  paso  firme.

 En  aquellos  tiempos,  el  café  era  el  oro  verde  de  Antioquia.  Gracias  a  él,  la  región  prosperó.  Se  construyeron  pueblos,  se  abrieron  comercios…  y  los  arrieros,  con  su  trabajo  incansable,  fueron  parte  fundamental  de  esa  prosperidad.  Pero…  ¡ay,  mijo!  Así  como  he  visto  tiempos  de  bonanza,  también  he  visto  tiempos  de  decadencia.

 Con  la  llegada  de  las  carreteras  y  los  camiones,  los  arrieros  fueron  quedando  relegados.  Ya  no  eran  tan  necesarios.  Las  mulas,  antes  tan  valoradas,  fueron  reemplazadas  por  motores  y  ruedas.  Y  los  caminos  de  herradura,  antes  llenos  de  vida,  se  fueron  quedando  solitarios,  invadidos  por  la  maleza.

 Es  triste  ver  cómo  aquellos  hombres  que  tanto  dieron  por  esta  tierra,  ahora  viven  en  el  olvido.  Muchos  de  ellos  terminaron  sus  días  en  la  pobreza,  añorando  aquellos  tiempos  en  que  eran  los  reyes  de  la  montaña.  Y  lo  que  es  peor…  ¡el  café,  ese  que  ellos  ayudaron  a  engrandecer,  ahora  se  vende  a  precio  de  güeva!

 A  veces,  cuando  el  viento  sopla  entre  mis  ramas,  me  parece  oír  el  eco  de  las  mulas,  el  canto  de  los  arrieros…  y  siento  una  profunda  nostalgia  por  aquellos  tiempos  que  ya  no  volverán.  Pero  bueno…  la  vida  es  así,  mijo.  Un  constante  cambio.  Lo  importante  es  no  olvidar  a  quienes  nos  precedieron,  a  quienes  con  su  esfuerzo  y  sacrificio  hicieron  posible  que  hoy  estemos  aquí.

 Y  ahora…  si  me  disculpas,  voy  a  seguir  disfrutando  de  este  sol  que  me  acaricia  las  hojas.  Que  tengas  un  buen  día,  mijo.  Y  no  olvides…  ¡que  el  café  de  Antioquia  es  el  mejor  del  mundo!

 

El Latir de las Montañas: Confesiones de un Cafeto Antioqueño

Entre las brumas matinales de estas montañas antioqueñas, me despierto cada día sintiendo el rocío que besa mis hojas. Soy un cafeto orgulloso, arraigado en esta tierra fértil que respira historias y susurra secretos antiguos. El sol acaricia mis ramas con dedos cálidos, encendiendo en mí una energía que palpita al ritmo del corazón de los montañeros.

 Veo a los arrieros surcar las trochas, esos senderos serpenteantes que abrazan las laderas. Hombres de mirada profunda y piel curtida, avanzan junto a sus mulas, compañeras fieles de pasos firmes. Sus voces se mezclan con el canto de las aves, creando una melodía que resuena en mi savia. Siento el peso de sus cargas, no solo en los sacos de café que transportan, sino en las esperanzas y sueños que llevan a cuestas.

 Las mulas, nobles criaturas de mirada serena, atraviesan los caminos escarpados con una gracia que me hipnotiza. Sus cascos golpean la tierra en un compás que reverbera en mis raíces. La brisa trae el aroma de su esfuerzo, un perfume mezclado de sudor y tierra húmeda que me envuelve en un abrazo íntimo. Hay una conexión profunda entre nosotros, una danza silenciosa que sólo la naturaleza comprende.

 Los montañeros, guardianes de estas tierras, cuidan de mí con manos ásperas pero gentiles. Sus susurros me cuentan leyendas de tesoros escondidos y amores perdidos entre las cumbres. Cada gota de agua que me ofrecen, cada gesto de cuidado, es un latido más en este ciclo de vida que compartimos. Sus risas y penas son mías también, resonando en el eco de las montañas.

 Sin embargo, una sombra se cierne sobre este paisaje de ensueño. A pesar de la riqueza que mis granos encierran, veo cómo los arrieros regresan cada día más agotados, más pobres. Sus ropas desgastadas y miradas cansadas me hablan de injusticias que no alcanzo a comprender. ¿Cómo puede ser que el fruto de mi esencia, tan apreciado en tierras lejanas, no alivie el peso que oprime sus almas?

 Siento una llama de impotencia ardiendo en mi interior. Mis hojas se estremecen al pensar en el sacrificio de estos hombres, cuya sangre y sudor nutren esta tierra tanto como la lluvia. Quisiera extender mis ramas y abrazarlos, compartir con ellos la energía que corre por mi savia. Anhelo que el sabor dulce y profundo de mis granos se refleje en la prosperidad de sus vidas.

 El atardecer pinta el cielo con tonos de fuego, y el murmullo del río cercano canta una melodía melancólica. En ese instante, me inunda un deseo ferviente de cambio. Imagino un futuro donde los arrieros caminan con la frente en alto, donde sus risas llenan el aire y sus manos sostienen no sólo cargas pesadas, sino también la recompensa justa por su labor.

 Las estrellas emergen una a una, iluminando la noche con su brillo distante. Me dejo llevar por la sensación del viento nocturno que acaricia mis hojas, llevando mis pensamientos hacia lo desconocido. Soy parte de este paisaje, testigo silencioso y participante de una historia que sigue escribiéndose. Mi esencia está entrelazada con la de los arrieros, las mulas y los montañeros, en una danza eterna de vida y esperanza.

 Mientras la luna se alza sobre las cumbres, cierro mis ojos imaginarios y siento el latido de la tierra bajo mis raíces. Sé que, pese a las adversidades, la fuerza de este lugar perdura. Continuaré creciendo, alimentado por los sueños y las luchas de quienes me rodean, esperando que un día la justicia florezca tan hermosa como las flores blancas que adornan mis ramas.

 

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