El Café Que Llora
¡Ay, mijito! Si yo pudiera
hablar, ¡cuántas historias les contaría!
Aquí me tienen, aferrado a esta montaña antioqueña desde que era apenas
un brote. He visto pasar los años, las décadas… ¡y hasta los siglos, carajo! Desde esta ladera he sido testigo de cómo ha
ido cambiando mi tierra, de cómo el sudor de estos hombres ha labrado la
historia de Antioquia.
Recuerdo cuando esto era solo
montaña virgen, llena de árboles gigantescos y animales de todo tipo.
Luego llegaron ellos, los
colonos, con sus hachas y machetes, abriéndose paso entre la maleza.
¡Qué berraquera la de esa
gente! Con sus propias manos despejaron
el terreno, construyeron sus
casas y
sembraron la tierra. Y entre
todos esos cultivos… ¡aparecimos
nosotros, los cafetos!
Al principio éramos poquitos,
pero con el tiempo nos fuimos
multiplicando hasta cubrir la montaña
de un verde intenso. Y con
el café… llegaron ellos,
¡los arrieros! Hombres
curtidos por el sol y el
viento, con sus mulas
cargadas de costales.
¡Qué espectacular verlos
bajar por las trochas,
abriéndose paso entre
las piedras y los
barrancos! Parecían hormigas
cargando un peso
diez veces mayor
que ellas.
Las mulas… ¡esas sí que son
unas berracas! Fuertes,
resistentes, capaces de
cargar hasta lo
increíble. Y fieles
compañeras de los
arrieros. A veces,
cuando la trocha
se ponía muy
difícil, se oía
al arriero hablarle
al animal, casi
como si fuera
una persona. "Vamos, Lucero,
que ya casi
llegamos", le decía.
Y la mula,
como entendiéndolo, seguía
adelante con paso
firme.
En aquellos
tiempos, el café
era el oro
verde de Antioquia.
Gracias a él,
la región prosperó.
Se construyeron pueblos,
se abrieron comercios…
y los arrieros,
con su trabajo
incansable, fueron parte
fundamental de esa
prosperidad. Pero… ¡ay,
mijo! Así como
he visto tiempos
de bonanza, también
he visto tiempos
de decadencia.
Con la
llegada de las
carreteras y los
camiones, los arrieros
fueron quedando relegados.
Ya no eran
tan necesarios. Las
mulas, antes tan
valoradas, fueron reemplazadas
por motores y
ruedas. Y los
caminos de herradura,
antes llenos de
vida, se fueron
quedando solitarios, invadidos
por la maleza.
Es triste
ver cómo aquellos
hombres que tanto
dieron por esta
tierra, ahora viven
en el olvido.
Muchos de ellos
terminaron sus días
en la pobreza,
añorando aquellos tiempos
en que eran
los reyes de
la montaña. Y
lo que es
peor… ¡el café,
ese que ellos
ayudaron a engrandecer,
ahora se vende
a precio de
güeva!
A
veces, cuando el
viento sopla entre
mis ramas, me
parece oír el
eco de las
mulas, el canto
de los arrieros…
y siento una
profunda nostalgia por
aquellos tiempos que
ya no volverán.
Pero bueno… la
vida es así,
mijo. Un constante
cambio. Lo importante
es no olvidar
a quienes nos
precedieron, a quienes
con su esfuerzo
y sacrificio hicieron
posible que hoy
estemos aquí.
Y
ahora… si me
disculpas, voy a
seguir disfrutando de
este sol que
me acaricia las
hojas. Que tengas
un buen día,
mijo. Y no
olvides… ¡que el
café de Antioquia
es el mejor
del mundo!
El Latir de las Montañas: Confesiones de un Cafeto
Antioqueño
Entre las brumas matinales de
estas montañas antioqueñas, me despierto cada día sintiendo el rocío que besa
mis hojas. Soy un cafeto orgulloso, arraigado en esta tierra fértil que respira
historias y susurra secretos antiguos. El sol acaricia mis ramas con dedos
cálidos, encendiendo en mí una energía que palpita al ritmo del corazón de los
montañeros.
Veo a los arrieros surcar las
trochas, esos senderos serpenteantes que abrazan las laderas. Hombres de mirada
profunda y piel curtida, avanzan junto a sus mulas, compañeras fieles de pasos
firmes. Sus voces se mezclan con el canto de las aves, creando una melodía que
resuena en mi savia. Siento el peso de sus cargas, no solo en los sacos de café
que transportan, sino en las esperanzas y sueños que llevan a cuestas.
Las mulas, nobles criaturas de
mirada serena, atraviesan los caminos escarpados con una gracia que me
hipnotiza. Sus cascos golpean la tierra en un compás que reverbera en mis
raíces. La brisa trae el aroma de su esfuerzo, un perfume mezclado de sudor y tierra
húmeda que me envuelve en un abrazo íntimo. Hay una conexión profunda entre
nosotros, una danza silenciosa que sólo la naturaleza comprende.
Los montañeros, guardianes de
estas tierras, cuidan de mí con manos ásperas pero gentiles. Sus susurros me
cuentan leyendas de tesoros escondidos y amores perdidos entre las cumbres.
Cada gota de agua que me ofrecen, cada gesto de cuidado, es un latido más en
este ciclo de vida que compartimos. Sus risas y penas son mías también,
resonando en el eco de las montañas.
Sin embargo, una sombra se cierne
sobre este paisaje de ensueño. A pesar de la riqueza que mis granos encierran,
veo cómo los arrieros regresan cada día más agotados, más pobres. Sus ropas
desgastadas y miradas cansadas me hablan de injusticias que no alcanzo a
comprender. ¿Cómo puede ser que el fruto de mi esencia, tan apreciado en
tierras lejanas, no alivie el peso que oprime sus almas?
Siento una llama de impotencia
ardiendo en mi interior. Mis hojas se estremecen al pensar en el sacrificio de
estos hombres, cuya sangre y sudor nutren esta tierra tanto como la lluvia.
Quisiera extender mis ramas y abrazarlos, compartir con ellos la energía que
corre por mi savia. Anhelo que el sabor dulce y profundo de mis granos se
refleje en la prosperidad de sus vidas.
El atardecer pinta el cielo con
tonos de fuego, y el murmullo del río cercano canta una melodía melancólica. En
ese instante, me inunda un deseo ferviente de cambio. Imagino un futuro donde
los arrieros caminan con la frente en alto, donde sus risas llenan el aire y
sus manos sostienen no sólo cargas pesadas, sino también la recompensa justa
por su labor.
Las estrellas emergen una a una,
iluminando la noche con su brillo distante. Me dejo llevar por la sensación del
viento nocturno que acaricia mis hojas, llevando mis pensamientos hacia lo
desconocido. Soy parte de este paisaje, testigo silencioso y participante de
una historia que sigue escribiéndose. Mi esencia está entrelazada con la de los
arrieros, las mulas y los montañeros, en una danza eterna de vida y esperanza.
Mientras la luna se alza sobre
las cumbres, cierro mis ojos imaginarios y siento el latido de la tierra bajo
mis raíces. Sé que, pese a las adversidades, la fuerza de este lugar perdura.
Continuaré creciendo, alimentado por los sueños y las luchas de quienes me
rodean, esperando que un día la justicia florezca tan hermosa como las flores
blancas que adornan mis ramas.
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