Hay días en los que la soledad pesa más que la rutina de los pasos dados, días en los que el silencio no basta y el alma clama por una escucha, como si el universo conspirara para forzar primero un diálogo interno, un espejo que refleja la voz que tanto evitamos oír. Hay días en los que deseas descansar, soltar el peso del camino andado, pero la vida, testaruda y sabia, solo te ofrece más senderos, más pendientes, como si el descanso fuera un lujo que solo los que caminan merecen.
Hay días en los que buscas felicidad en el reflejo de otros, en las sonrisas ajenas que parecen tan fáciles de alcanzar. Pero entonces la vida, con su ironía brutal, te sienta frente a ti mismo, robándote una sonrisa que no sabías que aún te pertenecía. Hay días en los que el frío de tu alma grita por un abrazo cálido que reconcilie tus sueños con la realidad, pero en su lugar, la vida solo te entrega tus sombras, fieles y silenciosas, y el peso de tus pasiones solitarias.
La vida nos rodea de personas, de miradas, de reclamos, de expectativas que parecen pedirnos existir para otros. Y sin embargo, en esos encuentros a menudo efímeros, se revela una verdad más profunda: no estamos aquí para llenarnos de ellos, ni para depender de su presencia, sino para comprender que todos, sin excepción, transitamos el mismo proceso de aprender. Aprender a escuchar, a soltar, a abrazar nuestras sombras, y a entender que la soledad no es castigo, sino maestra.
Nos rodeamos de otros para darnos cuenta de que en su reflejo, también están ellos buscando. No somos los únicos caminantes, no somos los únicos que cargan. Y quizá, al final, el verdadero aprendizaje no es llenar vacíos con el ruido de afuera, sino encontrar en el eco de la soledad una paz que siempre estuvo esperando ser descubierta.
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