La depresión es una sombra propia, inseparable, como el eco de nuestros pasos en una habitación sin ventanas. Se cuela entre los pliegues del alma, pesa sobre la mente como un océano suspendido en el aire. No es solo tristeza, no es solo vacío: es un lienzo oscuro que distorsiona la percepción, una máscara de neblina que sofoca incluso los destellos de luz más tenues. Es el fondo del pozo donde el eco de nuestros pensamientos retumba sin respuestas, y donde el alma susurra lo que la superficie no quiere oír.
En el abismo, el alma no se calla. Se siente el peso de la existencia, pero también se perciben las corrientes de energía que nos rodean, esas fuerzas invisibles que tiran de nosotros, algunas para sostenernos y otras para hundirnos más. Allí, en ese fondo, la sombra susurra que no desaparecerá si se abandona la vida; solo cambiará de forma, acompañándonos como un rastro inacabado, una cicatriz no cerrada en el tejido de la existencia.
Salir del fondo no es vencer la sombra, sino aprender a moverse con ella. Dormir bien, no para soñar, sino para dar descanso a la mente que lucha; comer bien, no para disfrutar, sino para nutrir un cuerpo que resiste; ejercitarse, no para huir, sino para fortalecer el vínculo entre lo físico y lo mental. Estas acciones no prometen felicidad, pero son anclas que sostienen la razón frente a la tempestad, herramientas que impiden que la mente sea arrebatada por completo.
Desde el fondo, la perspectiva se agudiza. Es ahí donde las siluetas de quienes nos rodean se revelan en su verdadera forma. Los vampiros emocionales, esos que parecen ofrecer ayuda pero solo absorben energía, se destacan con nitidez. Son anclas tóxicas, no para salvarnos, sino para mantenernos prisioneros de su necesidad de control. Observar quiénes son estas personas, reconocer su impacto y soltarlas, es un acto de rebeldía contra la oscuridad.
La depresión, en su crudeza, también puede ser una maestra. Nos obliga a enfrentarnos al espejo sin adornos, a observar el fondo del alma y preguntarnos quiénes somos más allá del dolor. La sombra no se vence, se integra; y al hacerlo, se transforma en impulso. No para huir de lo que somos, sino para existir con lo que llevamos dentro, en nuestra totalidad, con luz y con sombra.
La salida no es escapar, sino reconocer que incluso en las profundidades hay un suelo desde el cual podemos volver a levantarnos. Las sombras, al final, solo son sombras porque existe algo que las proyecta: nosotros mismos, aún de pie.
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