A través de la ventana, cuando el sol apenas empezaba a desperezarse entre las sombras, se escapaban ecos profundos, ritmos sutiles, respiraciones entrecortadas que llenaban el aire como un susurro íntimo en la ciudad dormida. Ella estaba ahí, oculta entre las sábanas, dejando que la tibia luz del amanecer acariciara su piel desnuda, como si el día, curioso, la despertara en secreto. Con las manos recorriendo cada curva, se entregaba a sí misma, a la cadencia que imaginaba en su mente, a ese pulso silencioso que nadie más percibía salvo él, el hombre del otro lado de la calle.
A él lo llamaban el escritor invisible. Nadie lo conocía, pero sus palabras, impresas en hojas sueltas que alguna vez el viento llevó hasta ella, hablaban de cuerpos que se descubrían y de pasiones contenidas, como si documentara secretos en cada letra. A veces, al amanecer, él se sentaba en su escritorio y, con el primer sorbo de café en los labios, se asomaba por la ventana, guiado por esos sonidos que llegaban como una sinfonía anónima. Escribía notas rápidas, fragmentos, como si con cada gemido que escuchaba, cada suspiro entre las cortinas, atrapara la esencia de un deseo que solo ella podía regalarle.
Un día, esos ritmos silenciosos no bastaron más. Casi como si el destino hubiera escrito la última línea de un guion tácito, se encontraron frente a frente en la calle. No hubo palabras—tan solo una mirada que hablaba de secretos ya compartidos, de silencios que pedían ser interrumpidos por el temblor de dos cuerpos en busca de algo más. El mundo alrededor se disolvió. Él tomó su mano, y juntos subieron las escaleras hacia el refugio de su habitación.
En el instante en que sus cuerpos se encontraron, toda la distancia que los separaba se deshizo como el papel de una carta en llamas. Él, con la delicadeza y precisión de un escritor apasionado, trazaba cada beso como si sus labios fueran tinta, escribiendo una historia íntima sobre la piel de ella. Su boca bajaba lentamente, explorando cada curva, cada rincón, con palabras no dichas. Sus besos recorrían su cuello, encendiendo un sendero que bajaba a sus clavículas, hasta encontrar el ritmo de su corazón, que latía desbordado, como un poema sin final.
Sus labios, ardientes, descendieron hasta sus senos, donde sus pezones se erguían ansiosos, esperando cada roce, cada mordisco suave que él dejaba como una firma. Con cada beso, con cada contacto húmedo y lento, él pronunciaba el deseo que ambos llevaban meses guardando en secreto. Sus labios jugaban, se demoraban, envolviendo cada detalle, hasta que sintió cómo el cuerpo de ella respondía, como un eco vibrante, pulsando con el mismo deseo que él sentía en su propia piel.
Y ella, como si supiera que su turno había llegado, comenzó su propio viaje por el cuerpo de él. Sus labios encontraron su cuello, y ella se detuvo apenas un instante, inhalando ese aroma único que solo él poseía. Su boca descendió con una precisión que era casi peligrosa, lenta, pero firme, trazando con sus labios su pecho, su espalda, cada centímetro marcado por el tiempo. Cuando sus labios bajaron más, él dejó escapar un suspiro contenido, un sonido que ella guardó como un secreto en la memoria de sus propios deseos.
Pero no se detuvo ahí. Sus besos avanzaron, cálidos, húmedos, hasta su vientre, donde el temblor de anticipación era palpable en su piel, y luego sus labios llegaron más abajo, hasta el centro de su placer. En cada beso, en cada roce, lo envolvía con una suavidad intensa, abriéndose a su deseo y al suyo, uniendo sus ritmos en una danza íntima, casi reverente, que los hacía perderse en esa cadencia antigua y profunda.
Él, a su vez, la besaba con la misma devoción, descendiendo hasta su entrepierna, encontrando el clímax en el centro mismo de su ser, donde cada beso suyo se convertía en un verso, y cada suspiro de ella, en una respuesta ansiosa. Cuando sus labios se encontraron con su clítoris, ella sintió cómo una ola de fuego la recorría entera, cada beso suyo era un latido, cada caricia un gemido contenido, cada mordisco suave, una chispa que encendía toda su piel.
En ese instante, ella se arqueó hacia él, su vientre y su pecho elevados hacia el aire como una ofrenda, entregándole todo de sí misma. Su cuerpo entero era suyo, y él lo sabía. Con la misma paciencia de un poeta terminando su obra maestra, él la recorría con besos y manos, sus labios rozando suavemente sus pezones una última vez, mientras ella se entregaba en la sinfonía perfecta, esa melodía de amor, piel y deseo que habían creado juntos, quedando grabada en cada rincón de sus cuerpos exhaustos y satisfechos.
Esa noche, los sonidos no se escaparon hacia la calle. Quedaron atrapados entre las paredes, entre los dedos, entre el eco de sus pieles uniéndose. Las manos de él eran cálidas y firmes, como si sus dedos trazaran versos en cada rincón de ella, y cada respiración profunda fuese el final de una estrofa. Ella, como si fuera la musa misma de sus letras, guió sus manos, se dejó llevar por el calor de su cuerpo, y juntos tejieron una sinfonía que no necesitaba papel ni tinta. Solo piel, solo susurros, solo el silencio, que, por fin, guardaba en cada rincón la sinfonía completa de una pasión que, hasta entonces, solo existía en notas a medias, en notas de dos.
Y en ese instante, comprendieron que ya no era necesario volver a escuchar a través de las ventanas, porque la música ahora vivía entre ellos, viva, inagotable, más real que cualquier palabra que él hubiera podido escribir.
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