Oh, sol de fuego,
naranja carmesí que desciendes en danza lenta,
desnudo sobre el horizonte,
como un amante que se entrega sin prisa.
Tu luz acaricia la piel,
un roce de seda tibia,
y en cada rayo encuentro
el susurro de un beso eterno,
la llama sagrada que despierta
el alma dormida en su caverna de sombras.
Eres redondo, perfecto,
un círculo ardiente que abraza el océano,
dibujando caminos líquidos
donde se reflejan mis sueños.
Tu fuego penetra mi cuerpo,
atraviesa la carne y alcanza mi esencia,
como si me amaras desde dentro,
como si supieras el lenguaje
de mi vulnerabilidad desnuda.
En la playa, el agua te contiene,
te multiplica, te convierte en mil soles.
Y yo, testigo mudo,
soy espejo de tu entrega,
reflejo de tu fuego.
Cada ola trae un eco de tu abrazo,
y el alma, confundida entre agua y luz,
se ve a sí misma en el vaivén,
en ese ritual de reflejos
donde tú, amante celestial,
eres la danza, el aliento y la poesía.
Déjame ser tu playa,
déjame ser la arena
que sostenga tu peso mientras mueres
en el regazo del mundo.
Y cuando caigas al fin,
rojo y cansado,
quedará tu calor en mi piel,
una huella indeleble,
una memoria de luz
que habitará para siempre en mi sangre.
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