Huimos. Siempre huimos, como si el amor fuera una sombra que nos persigue en callejones oscuros donde la piel arde con el roce del miedo y la nostalgia. Nos deslizamos entre las grietas de nuestra propia vulnerabilidad, rechazando el abrazo de lo eterno, creyendo que el compromiso es una jaula y no la llave que abre la puerta a lo profundo.
Nos escondemos detrás de banderas ondeantes, proclamando una libertad que no es más que un espejismo. Caminamos por la cuerda floja de las expectativas, esas que pintan la felicidad con colores prestados y terminan dejando el lienzo vacío. Porque al final, nos convencemos de que arriesgar el corazón es una deuda que no podemos pagar, y optamos por la calma aséptica de lo seguro.
Pero, ¿qué tan libres somos realmente cuando huimos de aquello que nos hace humanos? El amor, con su dolor, su caos y su belleza, nos reclama. Lo sentimos en el aire —ese aroma que mezcla el perfume del deseo con el vértigo del abismo—. Lo escuchamos en susurros que llenan los silencios con promesas que nunca llegamos a cumplir.
Vivimos, sí, pero vivimos a medias. Como hojas atrapadas en un viento que nos lleva sin rumbo, negándonos el derecho de caer, de arraigarnos, de ser tierra fértil para algo más grande que nosotros mismos. Nos convertimos en islas, aisladas y orgullosas, cuando podríamos ser ríos que encuentran su cauce en otro cuerpo, en otro latido.
Si tan solo nos atreviéramos. Si tan solo escucháramos ese latido, ese tambor profundo que nos llama a bailar la danza del riesgo, la única que nos despierta de verdad. Porque huir no nos salva. Solo nos distancia de la posibilidad de sentirnos vivos, de entregarnos por completo, de mirar al amor a los ojos y decirle: “Aquí estoy, sin miedo, sin paredes, sin huidas.”
¿Te atreverías?
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