La muerte no es más que un susurro entre planos, un suave desplazamiento de dimensión donde nada muere realmente, solo cambia de forma. Pero el verdadero abismo, el auténtico salto, no ocurre al final, sino en cada instante donde dejamos morir al ayer. Es en la muerte de cada día, en el suspiro que cierra la noche, donde aprendemos a renacer. El amanecer no es solo luz, es un latido nuevo que nos invita a reconstruirnos, a dejar atrás las sombras que ya no nos pertenecen.
Y así como morimos y nacemos a diario, también nos desbordamos en los placeres que nos desarman. Los verdaderos orgasmos no son solo cuerpos fundiéndose, son explosiones de vida que nos arrebatan el aliento, nos suspenden en el vacío donde el yo se disuelve y solo queda el pulso ardiente de la existencia. Las pasiones más hondas no necesitan de miradas; nos hacen cerrar los ojos porque la intensidad ya no cabe en la piel. Se sienten en lo profundo, como fuego líquido que desborda las venas y quema sin consumir, transformando la materia misma del alma.
Es ese fuego el que más quema, el que no destruye sino transmuta. Nos rompe y nos rehace, nos moldea con sus lenguas incandescentes. Porque solo ardiendo en lo más hondo, solo dejándonos consumir por lo que somos y lo que negamos ser, podemos emerger distintos. No hay destrucción, solo cambio.
Morimos, amamos, ardemos y renacemos.
Y en ese ciclo infinito, nos descubrimos eternos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario