La tentación es un veneno dulce que se desliza por las venas, un susurro que se transforma en grito cuando la voluntad se quiebra. La primera vez que la vi, su figura etérea y provocadora, supe que el deseo era inevitable. Ella, la madrastra, la figura intocable y prohibida, se convirtió en el fruto que anhelaba sin remedio.
Nos encontrábamos en la cocina una tarde, la luz del atardecer filtrándose por las ventanas y creando sombras danzantes en las paredes. Sus movimientos eran una coreografía hipnótica, cada gesto un imán que atraía mi mirada. Nuestras miradas se cruzaron y, en ese instante, supe que ella sentía la misma pulsión que me consumía.
El primer roce fue casual, casi accidental. Un toque de manos mientras alcanzábamos algo en la encimera. Pero ese contacto encendió una chispa que rápidamente se convirtió en fuego. Los encuentros se hicieron más frecuentes, los roces más intencionados. Cada vez que estábamos cerca, la tensión en el aire se volvía palpable, cargada de una electricidad que nos envolvía.
Una noche, mientras todos dormían, la vi en el jardín, bajo la luna llena. Me acerqué, mis pasos silenciosos sobre la hierba húmeda. Ella no se volvió, pero supe que estaba consciente de mi presencia. El aroma de las flores nocturnas y el frescor del aire nos rodeaban, creando una atmósfera de ensueño. Mis manos temblaban ligeramente cuando las extendí hacia ella, y cuando nuestros cuerpos se encontraron, el mundo desapareció.
Nuestros labios se unieron en un beso desesperado, una liberación de todo el deseo reprimido. Sus manos se enredaron en mi cabello, sus uñas arañando suavemente mi nuca. El sabor de su boca era una mezcla de dulzura y urgencia, una promesa de lo que vendría. Nos dejamos caer sobre la hierba, la suavidad de la tierra contrastando con la intensidad de nuestro encuentro.
La ropa fue arrancada con impaciencia, cada prenda una barrera que debía ser eliminada. Su piel, iluminada por la luz plateada de la luna, era un lienzo de deseos inexplorados. Mis manos recorrieron cada curva, cada rincón, grabando en mi memoria la textura de su cuerpo. Sus gemidos eran suaves, casi ahogados, pero cargados de una necesidad que resonaba con la mía.
Nos movíamos con una urgencia primitiva, una danza salvaje que nos llevaba al límite. El roce de su piel contra la mía, el calor de su cuerpo fusionándose con el mío, todo era una sinfonía de sensaciones que nos sumergía en un océano de placer. Cada embestida, cada caricia, era una declaración de deseo, un grito silencioso que sólo nosotros podíamos entender.
El clímax llegó como una tormenta, una ola de éxtasis que nos envolvió y nos dejó temblando en su estela. Nos quedamos allí, abrazados bajo el manto estrellado, nuestros cuerpos aún entrelazados en una unión perfecta. El susurro del viento entre los árboles y el canto lejano de los grillos eran la única compañía en esa noche de pasión desbordada.
En ese rincón del jardín, bajo la luna llena, rompimos las cadenas de lo prohibido y nos entregamos a la tentación del fruto más dulce. Y aunque sabíamos que el día traería sus propios desafíos, en ese instante, nada más importaba. Porque en la oscuridad de la noche, habíamos encontrado la libertad en los brazos del otro, y esa sensación, esa conexión, era una verdad que nadie podría arrebatarnos.
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