Vivir es un camino lleno de tumbas que simbolizan los maestros y las lecciones que nos enseñan a lo largo de la vida y terminan siendo pasos obligados a trascender.
El divorcio es una caída libre, un desplome en cámara lenta donde los sentimientos se desintegran con una violencia casi natural. Nos damos cuenta demasiado tarde de que el amor, ese pegamento frágil, puede convertirse en odio con una rapidez que asusta. Es como si el desapego necesitara una chispa, un catalizador para que funcione, y el odio... se convierte en la herramienta perfecta.
Somos criaturas de impulso, de instintos primitivos que nos empujan a llenar el vacío con cualquier cosa, incluso con emociones que, en su esencia, son destructivas. Observamos cómo la relación se desmorona, como una estructura antigua en ruinas, donde cada piedra que cae es un recuerdo, un suspiro de lo que fue. Regresamos a ese estado crudo y primario en el que nacimos, un lugar de soledad que tememos, pero al que, inevitablemente, siempre volvemos.
El abismo del desamor no es un simple agujero oscuro; es una fuerza transformadora, una rabia que arrasa con todo a su paso. El divorcio no es un instante de ruptura, es un largo desfile de vivencias, un proceso que nos lleva a enfrentarnos con nosotros mismos, a buscar en qué momento el camino se desvió, se perdió en un laberinto de malentendidos, de expectativas en lo demás no cumplidas. Algunos de nosotros buscamos ese encuentro solitario, una especie de introspección desesperada, tratando de hallar las respuestas en la soledad. Otros, en cambio, corren hacia los brazos de cualquier persona que pueda ofrecer un refugio temporal, un escape de esa temida soledad que nos devora desde dentro.
Y en esa carrera hacia lo nuevo, hacia lo desconocido, nos encontramos canibalizando lo que queda, mordiendo los restos de lo que una vez fue una relación, como si cada nuevo comienzo pudiera saciar el hambre de seguridad, de pertenencia. Pero el divorcio, en su esencia más pura, es un espacio de reencuentro con uno mismo, un lugar donde las promesas vacías y las heridas no curadas se revelan con brutalidad.
Nos damos cuenta de que estamos llenos de futuros que nunca se cumplirán, de heridas del pasado que todavía sangran, pero con una sorprendente poca capacidad de habitar el presente. Buscamos a alguien con quien envejecer, olvidando que la vejez es solo una ilusión de futuro si no encontramos la capacidad de vivir plenamente el ahora.
Cada ruptura debería ser un espejo en el que nos encontremos a nosotros mismos, no a los otros. Pero, a veces, sanar significa repetir el pasado, recorrer ese mismo camino hasta que el alma encuentre el verdadero sendero, ese que conduce hacia el amor propio, la única forma de cicatrizar de verdad. Si, en cambio, nos cubrimos de corazas, de odios y rencores, solo garantizamos que las heridas sigan abiertas, que sigan sangrando en un tiempo que ya no existe, anhelando futuros que nunca se cumplirán.
En el espejo roto del divorcio, somos tanto maestros como alumnos de nuestras ilusiones.
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