La dependencia afectiva, esa trampa sutil en la que caemos sin darnos cuenta, es como una droga que te va envolviendo, cubriendo con una manta ilusoria las heridas que nunca lograste sanar. Nos refugiamos en ella, buscando consuelo en los brazos de otro, creyendo que esa cercanía, esa presencia, puede cubrir el vacío que quedó en nuestro interior. Nos aferramos a la idea de que otra persona tiene la capacidad de borrar el dolor que arrastramos del pasado, como si su amor pudiera curar las cicatrices que aún laten bajo la piel.
Es en ese refugio falso donde la dependencia se vuelve más peligrosa. No solo renunciamos a nuestra libertad por una promesa de felicidad que nunca llega, sino que también evitamos enfrentar nuestros propios demonios. Nos convencemos de que si el otro está cerca, si nos da su aprobación, su cariño, podemos ignorar ese dolor antiguo, esa herida que sigue supurando en lo más profundo de nuestro ser. Pero es solo una ilusión, una cortina de humo que nos mantiene prisioneros de nuestras propias inseguridades.
Nos perdemos en la idea de que la cercanía del otro puede llenar ese vacío, puede hacernos olvidar, al menos por un rato, la soledad que realmente sentimos. Buscamos en sus ojos, en sus palabras, en sus gestos, una respuesta a nuestras preguntas no formuladas, un alivio para esas cicatrices que no hemos permitido que sanen. Y en ese proceso, nos despojamos de nuestra esencia, entregamos nuestra autonomía a cambio de un consuelo pasajero.
El problema es que esa "felicidad" que creemos encontrar en la dependencia es tan efímera como un espejismo. No puede curar las heridas del pasado, solo las cubre momentáneamente, como un vendaje frágil que, tarde o temprano, se desprenderá, revelando el dolor que siempre estuvo ahí. Así, seguimos caminando, cegados por la necesidad, atrapados en un ciclo interminable de búsqueda y decepción.
La dependencia afectiva es una jaula invisible, una que construimos para evitar enfrentar el dolor que llevamos dentro. Nos convencemos de que necesitamos al otro para respirar, para vivir, porque enfrentar nuestras heridas nos parece demasiado aterrador. Pero lo que no vemos es que, al refugiarnos en la dependencia, estamos posponiendo lo inevitable: la necesidad de sanarnos a nosotros mismos.
Es un camino peligroso, uno que te conduce a una felicidad que no es más que una sombra, una promesa vacía. Pero si eres capaz de reconocer esa adicción, de ver cómo la estás usando para evitar enfrentarte a tus propios miedos, puedes empezar a romper las cadenas que te atan. Puedes empezar a caminar hacia la verdadera libertad, esa que no depende de nadie más que de ti.
Porque al final del día, la única persona que puede darte la felicidad que buscas, y que puede sanar esas heridas del pasado, eres tú mismo. Y es en ese reconocimiento donde comienza el verdadero viaje, uno que no tiene ataduras, que no conoce de dependencias, solo de libertad, sanación y amor propio.
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