El gimnasio a las diez huele a metal tibio, gel mentolado y música grave. Las luces blancas recortan cuerpos en el espejo; las máquinas respiran como bestias cansadas. Yo llevo mallas negras de tiro alto, top rojo y el pelo en una coleta que ya quiere soltarse; la botella fría en una mano, el orgullo en la otra.
Él aparece en mi reflejo antes que en mi espalda. Camiseta gris, mangas arremangadas, antebrazos marcados. Sonríe poco, pero cuando lo hace me sube un grado la temperatura. Lo he visto entrenar a media sala: no habla de más, corrige con la yema de los dedos, cuenta repeticiones como si fueran secretos.
—¿Peso muerto? —pregunta detrás de mí, voz baja.
—Peso muerto —respondo, y la barra me mira como si supiera lo que me está pasando por la cabeza.
Él se acerca. No invade; roza el aire. Coloca dos discos por lado con ese gesto de quien sabe lo que hace y, sin pedir permiso, pasa una toalla por el acero, dejándolo limpio y frío.
—Espalda larga, mirada al frente —susurra, situando su mano abierta a un centímetro de mi lumbar—. Si me acerco, es para que no te caigas. ¿Te parece?
Asiento. La primera repetición me trepa por los isquios; la segunda me arranca un suspiro. En la tercera, su palma “no toca” pero calienta. Contamos juntos. Cuatro… cinco… seis. Cuando dejo la barra, el suelo parece una cama elástica. Él me tiende la botella; la toalla roza mi nuca.
—Buen rango. —Me mira en el espejo, no a mí—. Otra serie.
Obedezco. El sudor me perla la clavícula; él sigue ahí, guardián de mis líneas. Siento su aliento cuando me corrige el hombro; veo la veta azulada de su antebrazo cuando su mano flota sobre mi abdomen sin cruzar el límite. No sé si tiemblo por el esfuerzo o por la proximidad. En la última repetición la barra cae y vibra; mi respiración también.
—Pasa al banco. Hoy te vas a odiar mañana —dice, y la sonrisa le rompe la seriedad.
Me tumbo. El banco huele a desinfectante y a demasiadas historias. Él se coloca detrás de mi cabeza, manos listas para el “spot”. Empujo la barra, cuatro, cinco, seis. Cuando la fatiga me muerde, él recoge lo justo. Sus dedos rozan los míos; me llega el olor limpio de su piel. Cierro la serie, suelto aire, trago agua.
—Boxeo —propone—. Guantes. Dos asaltos suaves.
Me anuda las vendas con paciencia, dedo a dedo, como quien desactiva una bomba. Al ponerse frente a mí con los paos, su pecho sube y baja a un ritmo que mi cuerpo aprende sin consultar a mi cabeza. “Jab, jab, cross.” La música del gimnasio se pierde; la nuestra cae entre golpe y golpe. Los nudillos buscan su objetivo y, cada vez que acerco demasiado la guardia, su antebrazo roza el interior de la mía: electricidad. En un descuido nos quedamos a una respiración de distancia; resbalan dos gotas de sudor por su sien y me sorprendo con ganas de seguirles la ruta con la boca. Paramos. Sonríe. Me aparto medio paso, como quien admite un gol.
—Cuerdas —dice—. Treinta segundos on, quince off.
El ritmo me come las piernas. Las cuerdas golpean el suelo y marcan compás; el espejo devuelve la imagen de mis caderas encontrando su propio metrónomo. Él cuenta: ocho, nueve, diez. Cuando paro, me quita la goma del pelo. No pregunta. La coleta se desarma y mi nuca respira; él también.
—Estira conmigo —propone, y nos vamos a la esquina más quieta.
Me sienta en la colchoneta, se arrodilla a mi espalda. Sus manos viajan por mis escápulas, empujan suave, abren costillas. El estiramiento quema y cura. Un dedo —sólo uno— dibuja la columna de arriba abajo sin llegar al final. Cierro los ojos. Siento el mapa entero.
—¿Así? —pregunta, y la voz me tiembla cuando digo que sí.
Me gira. Nos quedamos frente a frente, rodillas tocándose. Acerco el talón, él sujeta mi tobillo en su antebrazo; el contacto es firme, cálido, preciso. La planta del pie descansa en su pecho, y el latido me golpea la piel. Él aprieta un poco más el estiramiento; yo muerdo el labio. Lleva la mirada a mi boca apenas un segundo y la levanta como si temiera romper algo.
—Último esfuerzo —dice, y me tiende la mano para incorporarme.
Vamos a las escaleras del box. Subimos dos tramos, bajamos uno. No decimos nada; las zapatillas marcan nuestro idioma. Al llegar arriba, el gimnasio se abre como un puerto: máquinas, espejos, dos o tres noctámbulos tan rotos como nosotros. Me cubre los hombros con una toalla limpia, y yo le agarro la muñeca antes de que retires su mano. El gesto es pequeño, pero arde.
—¿Tú también odias los martes? —le pregunto, buscando un refugio.
—Hasta que llegan las diez —contesta.
Nos reímos bajito. En el espejo, lo que somos se entiende sin traducción: dos personas negociando a través de la respiración. Bajamos a las fuentes. Me sirve agua como si me sirviera una copa que no se debe derramar. El chorro suena, mis ganas también.
—Ducha y te acompaño al coche —propone, normal, como si no hubiera un incendio doméstico entre sus manos y las mías.
Nos despedimos con la distancia que impone la sala de estiramientos: esa frontera de goma que no quiere testigos. Camino al vestuario con la piel aún encendida. El agua cae después como una absolución y, cuando estoy abrochándome la mochila, encuentro algo en el bolsillo lateral: una ficha de taquilla con rotulador negro, un número y un “mañana, misma hora”. No lo vi acercarse; quizá fue en el banco, quizá en el ring, quizá cuando me soltó el pelo.
Salgo. Él me espera junto a la puerta, camiseta limpia, el cabello aún húmedo, ese olor a jabón simple que me parece pornográfico sin mostrar nada. No dice nada; me abre, me deja pasar. El aire de la calle nos pega en la cara como una promesa. Caminamos juntos hasta el parking. Nuestros codos se rozan una vez, dos; ninguna accidental.
—Hoy te odias mañana —me recuerda, y yo sonrío con la boca y con las piernas.
—Mañana te culpo —le digo, sosteniéndole la mirada hasta que la mía pide tregua.
Se detiene junto a mi coche. No hay beso; hay algo más difícil: su pulgar dibujando un medio círculo en mi muñeca, apenas un segundo, apenas todo. Luego se aparta un paso, me sostiene la puerta, me deja ir.
Cuando arranco, su silueta queda en el retrovisor, luminosa bajo la luz fría del parking. La ficha de la taquilla salta en el vaso del portabebidas con cada bache, marcando un ritmo que ya conozco. En rojo, escribo con el dedo sobre el empañado del cristal: “sí”. Y al borrarlo con la manga, sé que mañana el gimnasio volverá a oler a metal, mentol y a esa mezcla nuestra de sudor y ganas que no necesita nombre para entenderse.
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