Ella parece ajena a todo, absorta en un pensamiento lejano, en un pasado que solo ella conoce.
El tiempo, ese implacable escultor, ha dejado su huella en cada surco de su rostro, en la manera en que sus hombros se curvan ligeramente hacia adelante, como si llevaran el peso de todos los años que ha vivido. No hay prisa en sus gestos, solo la resignación de quien ha comprendido que el tiempo ya no es su aliado, sino un compañero silencioso que marca el ritmo de sus días con una precisión indiferente.
En su soledad, hay una aceptación tácita del paso del tiempo. No es una resignación amarga, sino una especie de serenidad que solo llega con la experiencia. Quizás ha aprendido que, al final, el tiempo no es algo que se puede detener o revertir, sino algo que simplemente se deja ser. Como las olas que lamen incansablemente la orilla, el tiempo sigue su curso, llevándose consigo fragmentos de nosotros, hasta dejarnos tan solo con la esencia de lo que realmente somos.
Mientras sorbe su bebida, su mirada parece perderse más allá de las paredes del restaurante, quizás en los recuerdos de otros tiempos, cuando la vida no parecía tan rápida ni tan ajena. En ese instante, ella y el tiempo son uno, compartiendo la misma calma, la misma paciencia. Y aunque esté sola, no parece estar incómoda; hay una paz profunda en su soledad, una conexión íntima con el silencio, como si cada segundo fuera un regalo, una oportunidad para simplemente existir.
Este cuadro cotidiano, tan sencillo y a la vez tan profundo, nos recuerda que la soledad y la resignación del tiempo no son enemigos, sino maestros silenciosos que nos enseñan a abrazar cada momento con la plenitud de quien sabe que, al final, lo único que realmente poseemos es este instante.
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