miércoles, 21 de diciembre de 2016

Imagenes...



Cada uno de nosotros, en algún momento, se encuentra frente a un espejo, buscando en el reflejo algo más que una simple imagen. Es en esos instantes cuando descubrimos los colores de nuestra vida, cuando construimos un arco iris único, hecho de vivencias, de emociones, de sueños. No todos los reflejos que vemos son profundos; algunos solo capturan el paso del tiempo, recuerdos que se desvanecen como el rocío en la mañana. Otros, sin embargo, nos hieren, nos atraviesan como si fueran punzantes, dejando cicatrices que nos acompañan. Pero hay reflejos, esos que van más allá de lo visible, que nos muestran el corazón mismo—esos son los que realmente nos marcan.

Es la luz que se refleja de nosotros en los demás, esa chispa que compartimos con quienes nos rodean, lo que realmente importa. Esa luz, cuando es verdadera, cuando no está distorsionada por el miedo o las apariencias, es la que nos permite conectar con alguien en un nivel más profundo. Nos permite sentarnos con nuestra alma gemela, esa que no teme ser cegada por el brillo del amor, porque ha encontrado en ti un reflejo de su propio ser, una luz que resuena con la suya.

Cuando encuentras a alguien que ve más allá de las sombras en el espejo, que ve la verdad que se esconde detrás de los reflejos superficiales, es entonces cuando se produce una conexión verdadera. Es en esos momentos que comprendes que la vida no se trata solo de reflejar apariencias, sino de reflejar la mirada del amor—un amor que no solo llena espacios vacíos, sino que llena la esencia misma de lo que somos.

Vive cada reflejo como un profundo sentido de existir. No te conformes con lo que aparece en la superficie; busca esa profundidad que solo se encuentra en la conexión genuina, en el amor que no se apaga ni se desvanece. Porque al final, es esa luz que compartimos, esa que dejamos que brille desde lo más profundo de nuestro ser, la que realmente nos define y la que nos une con quienes están destinados a caminar a nuestro lado.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

El Fruto del Perdón…



El silencio, ese viejo conocido, ha retomado su lugar en mi vida, reclamando un espacio en mi mente, exigiendo respuestas que ni siquiera sé si tengo. ¿Por qué sufro? ¿Por qué lloro? Son preguntas que se repiten, como el eco de gotas de lluvia que caen una tras otra, cada una llevando consigo una ilusión rota, un sueño que se desvanece en mi ser. Aquí, bajo este árbol frondoso y lejano, cargado con los frutos del ayer, siento cómo el frío se cuela en mis huesos, cómo la rabia se aferra a mi alma.

Lo único que anhelo es volver a sentir la caricia de sus manos en mi rostro, esa caricia que tenía el poder de sanar, de renovar mi espíritu. Su sonrisa, esa que me robaba suspiros y apagaba el dolor en una lágrima que brotaba desde lo más profundo de mi ser, es lo que más extraño. Me aferro a la esperanza de que mi hada, la que porta en sus alas el destello del perdón, me permita regresar, me permita volver a estar sin necesidad de ser.

Pienso en razones, pero no las encuentro en la lógica, sino en el corazón. Y siempre me llevan al mismo lugar, a ese punto donde quiero gritar, no para ser escuchado, sino para liberar el peso que llevo dentro. Escondo mi dolor, intentando dejar de sentir, deseando hundirme en los manantiales del olvido, correr por el valle del no tiempo. Pero mis pasos, por más rápidos que los intente, no pueden escapar de los recuerdos que siempre me alcanzan.

Hoy, mientras levanto la mirada al sol, en el reflejo de mis lágrimas veo cómo los pétalos de la flor que sostiene mi existencia han caído suavemente. Flotan ahora en lo que fue mi dolor, muriendo con él. Y bajo la sombra de este gigante de universos que ha sido mi fiel compañero, veo un pequeño fruto. No estoy solo. Otros seres, antes opacados por mi dolor, comienzan a levantar su mirada conmigo, y siento cómo todos volvemos a renacer, cómo nuestros pétalos, antes marchitos, luchan por salir de nuevo a la luz que una vez los llenó de color.

Ese pequeño fruto comienza a crecer, y su aroma, su piel, me invitan a acercarme, a ceder ante su llamada. Poco a poco, comprendo que ahora debo alimentarme de esa esencia que nació a la sombra de mi dolor, que el fruto del perdón ha brotado con el tiempo, alimentado por mi vivir. Y al mirar a mi alrededor, veo que no soy el único. Todos compartimos este fruto, porque todos hemos comprendido que, al final, todo es amor, todo es vida, todo es ilusión. Pero cada paso que damos, cada respiro que tomamos, se alimenta de ese fruto del perdón, que nos da la fuerza para seguir adelante.

Ahora entiendo que el perdón no es solo para los demás, sino también para uno mismo. Es el alimento que nos permite sanar, renacer, seguir adelante. Bajo este árbol, con la luz filtrándose entre sus hojas, sé que el dolor no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo. Y con cada fruto que comparto, con cada sonrisa que renace, siento que estoy más cerca de la paz, más cerca de la luz que siempre ha estado ahí, esperando a que la vea.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

El olvido del corazón…


Alguna vez, solía volar tranquilo por las montañas, dejando que el aroma del alba en las grandes sabanas guiara mis alas. Día tras día, me posaba en la misma rama de aquel majestuoso olmo, observando cómo el sol, con su luz dorada, se desvanecía en el horizonte. Era un momento mágico, donde cada ser en la tierra entonaba su canto, creando una sinfonía que parecía diseñada por el universo mismo, un homenaje al amor eterno entre el sol y la luna.

El cielo se teñía de un rojo profundo, anunciando la llegada de la luna. El aire se llenaba de una expectación palpable, como si la naturaleza misma contuviera el aliento para presenciar el encuentro de estos dos amantes cósmicos. La noche desplegaba su manto de estrellas, y yo, desde mi rama, observaba fascinado cómo la luna aparecía, bañada en una luz blanca que cegaba con su belleza. Era el clímax de una danza cósmica, un ritual de pasión que se repetía con la precisión de un reloj eterno.

Después de este espectáculo, yo solía volar en busca de pequeñas semillas para alimentar mi cuerpo y mi alma. A veces, encontraba abundancia en árboles pequeños; otras veces, en los grandes y frondosos, no hallaba tanto, pero siempre me ofrecían refugio contra la lluvia o el frío de la noche. Volaba solo, persiguiendo la belleza en cada rincón, hasta que un día, mi atención fue capturada por dos seres que parecían distintos a todos los demás. Veía en ellos algo que nunca antes había presenciado desde las alturas: amor verdadero.

Horas y horas los seguí, observando cómo reían, lloraban, se peleaban y reconciliaban, siempre juntos. Me dejaba llevar por la cálida brisa de la mañana, dejándome caer en cascadas de rocío, pero mi mente, mi ser, ya no era el mismo desde que había visto a esos seres compartiendo su vida. Un día, los vi besarse, y quedé atónito. No entendía cómo algo tan sencillo podía ser tan poderoso. Cerraban sus ojos como si, en ese gesto, entregaran todo lo que eran. Fue entonces cuando presencié algo más profundo: el ritual de entrega de cuerpos, un acto tan íntimo, tan cargado de significado, que no podía expresarlo con palabras. Sus miradas, sus gestos, hablaban un idioma que yo, desde mi rama en el olmo, solo podía admirar.

En ese instante, deseé con todo mi ser ser uno de ellos. Mis sueños me llevaron a volar más alto que nunca, hasta que una luz cegadora me detuvo en seco. De pronto, podía sentir, llorar, sufrir. Ya no estaba solo en el cielo; ahora caminaba sobre la tierra. Los atardeceres ya no eran lo mismo, y aunque podía correr por los pastizales que antes solo veía desde lo alto, algo dentro de mí había cambiado. Ahora, no solo podía oler la hierba; podía sentirla bajo mis pies. Podía nadar en los ríos, saborear los frutos que antes solo adornaban mi vista. Pero también podía temblar de frío, llorar de soledad, y en medio de todo esto, a veces olvidaba la belleza de volar, de dejar que mis sueños me elevaran como hojas en el viento otoñal.

Hoy, mientras corro por esos mismos prados, siento una nostalgia que me arrastra hacia el pasado. Ya no veo a tantas personas a la sombra del gran olmo. Han olvidado la esencia de la vida, esa que solíamos contemplar juntos. Han olvidado cómo sus corazones latían al unísono con el universo. Añoro esos días soleados donde el calor me elevaba, donde todo era más simple, más puro. Pero sé que mientras haya un corazón que suspire al atardecer, que busque ese ritual cósmico entre el sol y la luna, yo estaré aquí, esperando el momento de volver a desplegar mis alas. Porque, al final, volar no es solo cuestión de altura, sino de corazón.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

La pasión de una rosa…



Hoy, mientras acaricio los pétalos de mi flor, siento cómo mi aliento se convierte en un suave rocío que despierta su ser. Cada beso que deslizo sobre ella es como la brisa fresca de la mañana, esa que despierta los colores dormidos en su interior, haciendo que su universo explote en un destello de vida. Sus pétalos, radiantes y erguidos al sol, me hablan de la pasión que brota desde lo más profundo de su ser, un amor que se exhala en el aroma que sus poros liberan, una fragancia que me seduce, que me llama a perderme en ella.

Las hojas, esas que parecen nubes suaves, me envuelven con el calor de su sensualidad. Sus colores se despliegan ante mí, y me sumerjo en su polen, en ese perfume hipnótico que me atrae, que me invita a un ritual donde nuestros cuerpos se encuentran en un esplendor sin igual. Es como si el día y la noche se unieran en un solo rayo de luz, un brillo que explota en el firmamento, llevando consigo el latido de nuestras almas, que se agitan con la intensidad de la vida.

En ese instante, ella deja brotar los rojos colores del arco iris, esos que beben de mis manantiales de pasión. El viento, cómplice de este momento, acaricia la superficie de sus pétalos, y nuestros corazones, acelerados, llaman al cielo para que juntos podamos dibujar los colores que vibran al unísono. Ese pequeño capullo, que guarda la flor de su interior, se abre ante mis ojos, revelando una belleza que me deja sin aliento, que me llena de asombro.

Mis lágrimas, inevitables, fluyen al sentir que he besado a mi flor, que he participado en este ritual cósmico de colores y cuerpos. Es un momento donde el cosmos entero parece detenerse, donde la pasión se convierte en un puente entre lo terrenal y lo divino. Y ahí, en ese encuentro, en esa fusión de almas, descubro que la verdadera belleza, la verdadera pasión, reside en lo que creamos juntos—en el éxtasis compartido, en la luz que emana de cada latido que damos al unísono.

Hoy, he vivido el ritual de los colores, he sentido en mis manos el pulso del universo, y he sido testigo del amor en su forma más pura y vibrante


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Las Nubes…



El cielo, ese lienzo infinito que siempre cambia, se cubre de nubes que nos muestran las mil y una formas que puede tomar nuestra vida. A veces, esas nubes son oscuras, cargadas de lluvia, como si fueran el reflejo de un día gris, de un momento difícil que amenaza con desbordarse. Otras, en cambio, adoptan formas suaves, curvas que nos invitan a soñar, a imaginar lo que podríamos ser, lo que podríamos alcanzar si tan solo nos atreviéramos a seguir el viento que las empuja.

Hay días en los que necesitamos detenernos, sentarnos en ese prado verde de una sabana, y dejar que el mundo gire a nuestro alrededor, sin prisas, sin presiones. Esos son los momentos en los que lo intangible se vuelve tangible, cuando nuestros pensamientos vuelan hacia ese remanso de blanco algodón, y nuestro ser, agobiado por el concreto que nos rodea, encuentra un refugio donde descansar. Es ahí, en ese espacio suspendido entre el cielo y la tierra, donde un susurro suave acaricia nuestro rostro, y comprendemos que los sueños, por más lejanos que parezcan, pueden alcanzarse si dejamos que nuestro espíritu se eleve, si confiamos en las alas de la fe y del amor.

Porque las nubes, esas que vemos desde nuestro lugar en la tierra, solo toman forma cuando llenan nuestro cielo, cuando se convierten en el centro de nuestra atención, de nuestro deseo. Y aunque a veces opacan el sol, alejándonos de la luz que tanto necesitamos, siempre hay un rayo que escapa, que se filtra entre la oscuridad, guiando nuestros pasos, recordándonos que la luz nunca se va por completo.

Hoy, te invito a que te dejes caer en ese verde césped que es la vida misma. Ahí, con el corazón en la mano y los sueños en el alma, podrás mirar al cielo y ver cómo una nube blanca, pura, llamada amor, se dibuja lentamente. Es un recordatorio de que, a pesar de las tormentas, a pesar de las nubes que a veces oscurecen nuestro camino, siempre habrá un rayo de sol, una chispa de esperanza que nos guíe hacia lo que realmente importa.

Permítete soñar, deja que tu ser se eleve y que las alas del amor y la fe te lleven a las alturas donde los sueños se hacen realidad. Porque en ese cielo, en esas nubes que a veces parecen inalcanzables, está la clave para encontrar la paz, la felicidad, y ese amor que todos buscamos, que todos anhelamos.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.



De los arroyos de la vida…



Algunos peces en el río crecen sin esfuerzo, dejando que la corriente los lleve a donde el agua decida, mientras que otros, con más resistencia, nadan sin cesar, luchando por mantenerse a flote, por sobrevivir, sin importar cuán fuertes sean las corrientes que los desafían. Es curioso cómo en estos manantiales de vida, las aguas pueden ser tan distintas—algunas cristalinas, puras, otras turbias, oscuras, como si ocultaran secretos en su profundidad. Muchas veces nos quedamos ahí, al borde del río, observando cómo el agua fluye bajo nuestros pies, sin atrevernos a tocarla, sin dejar que ese flujo nos envuelva, paralizados por el miedo a lo desconocido.

No siempre el arroyo lleva las aguas que deseamos, que necesitamos para alcanzar nuestro horizonte. A veces, dejamos que nuestra vida se deslice, a la deriva, temiendo ahogarnos en la inmensidad, y en ese miedo, olvidamos lo más importante: nadar. Otras veces, nadamos con fuerza, pero al encontrar una corriente en contra, renunciamos sin siquiera intentarlo, dejando que nuestro aliento se pierda en el fondo del río. Es en esos momentos cuando la vida nos muestra su verdadera naturaleza, cuando algunos nadan simplemente para existir, mientras otros, con el corazón lleno de sueños, nadan para vivir, para llegar a esa orilla que imaginan en su mente, aunque esté lejos, aunque parezca inalcanzable.

Visualizar la orilla, soñar con llegar, es lo que nos mantiene nadando, incluso cuando el río se ensancha y la corriente parece más poderosa que nuestras propias fuerzas. Porque, en realidad, nadie aprende a nadar sin meterse al agua, sin sentir el frío en la piel, sin arriesgarse a ser llevado por las corrientes. A veces, la orilla parece invisible, solo un eco distante en el horizonte, pero incluso en esos momentos, cuando el ancho del río nos asusta, debemos seguir nadando, seguir creyendo que al final, nuestros sueños nos llevarán a buen puerto.

La vida, con sus interminables orillas, sus corrientes fuertes, sus profundidades insondables, es como el sol que busca a la luna. En su afán por alcanzar su amor, el sol pinta con sus rayos un arco iris, un puente de colores que atraviesa el tiempo y la oscuridad, sin saber si logrará cruzar el ocaso, sin saber si encontrará un cielo nublado o despejado al otro lado. Pero se arriesga, porque en ese riesgo, en ese salto al vacío, reside la belleza de sus sueños, de sus anhelos. Sueños son, dicen—puede que nunca se hagan realidad, pero en ellos encontramos la fuerza para seguir adelante, para cruzar el río, para nadar hacia esa orilla que tanto deseamos.

Porque al final, los sueños, aunque etéreos, aunque frágiles, son nuestra manera de vivir, de sentir la alegría de estar en esa orilla que tanto buscamos, aunque solo sea por un momento, aunque solo sea en la imaginación. Pero en ese instante, mientras nadamos, mientras soñamos, somos verdaderamente libres, verdaderamente vivos.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

El Adiós de un sentir...



Algo dentro de mí se detuvo, se quedó en un punto muerto cuando te vi partir. El silencio que quedó en tu ausencia fue tan grande que hizo eco en cada rincón de mi ser, y el desamor, ese navío encallado, se quedó varado en el puerto de mi corazón. Yo te quise, te amé, con una intensidad que aún no logro comprender del todo. ¿Qué fue lo que pasó? Tal vez nunca lo sabré. Hoy, mientras camino, busco en cada paso la motivación para seguir, pero ya no es el camino que me llevaba hacia tu corazón. Hoy, cada huella que dejo es un recordatorio de lo que viví a tu lado, aunque ya no estés aquí.

El sol, que solía calentar mi interior, hoy solo ilumina un camino que se siente frío, desolado. Las flores, antes sonrientes al cielo, hoy no levantan la mirada. Y en este sendero que antes recorríamos juntos, hoy me siento solo, más solo que nunca. Te has ido, llevándote contigo mis ilusiones, mis sueños, dejándome en un horizonte solitario donde las estrellas, aunque brillan, no logran llenar el vacío que dejaste. La luna, mi compañera de tantos sueños, ha desaparecido en el ocaso, y mi brújula, esa que siempre apuntaba hacia ti, ya no tiene un norte.

Quiero gritar, quiero que el mundo sepa del dolor que llevo dentro, pero la soledad me aprisiona, me impide hacerlo, porque temo no escuchar ni siquiera un eco en respuesta. Hoy, mientras recorro fielmente mis sentimientos, los veo reflejados en el agua de la sinceridad, y esa oscuridad que me envuelve parece apagar las pequeñas luces que alguna vez me guiaron. Pierdo la ilusión de volverte a ver, de sentir de nuevo esa conexión que creía indestructible. Me doy cuenta de que confié el tesoro de mis sentimientos en tus manos, y ahora ese tesoro yace oculto en las aguas del olvido que rodean tu camino.

Te has alejado, y siento cómo mi ser se desmorona a tus pies. Clamo piedad, no solo a ti, sino a todo lo vivido, a lo soñado. Pido fe en el amor, pido una chispa de luz en tu ser, pido ver de nuevo ese brillo que un día ilumino mi vida. Pero sé, lo sé muy bien, que ahora caminas al lado de alguien más. Ahora, tú eres su motivación, y mi dolor, ese que se desborda en lágrimas, es solo un reflejo de lo que fui y de lo que ya no soy para ti.

Me siento solo, desamparado, pero sé que no puedo quedarme aquí, en este cruce del camino donde llevo sentado, observando amaneceres que ya no son míos. He contemplado un sueño que se hizo realidad para alguien más, y aunque eso me rompe, también me reconforta saber que, de alguna manera, contribuí a tu felicidad. No puedo ser egoísta con lo que brilla en ti, aunque me duela. Debo levantarme, debo seguir, porque este caballero tiene que continuar su camino. Mi corcel, ese que me ha acompañado en tantas tormentas, me anima a retomar la marcha.

Hoy, dejo mi pañuelo lleno de dolor en el camino, limpio mis ojos y me vuelvo a poner la armadura. No para ocultar mis sentimientos, sino para recordar que, aunque caigamos, siempre habrá algo que nos motive a seguir cabalgando. Hoy, me despido de ti, pido a Dios que te proteja y que su luz te guíe, porque vales mucho, porque fuiste el sol más hermoso que haya calentado mi alma.

No te digo adiós, sino hasta siempre. Hoy, viajo al mundo de tus recuerdos, donde seré solo una huella más en tu caminar. Me despido con un beso desde lo más profundo de mi corazón y un grito al viento: ¡Te amo! Que aunque no tenga eco, sé que llegará a ti. Gracias por los amaneceres más hermosos que compartimos, gracias por haber sido esa luz en mi vida. Ahora, esa luz es parte de mi pasado, y debo seguir adelante.

Levanto los ojos al cielo y me lleno de energía para continuar, porque si hoy no fue un ideal, sé que el mañana lo será. Solo es cuestión de recibir la luz del sol sin olvidar sentir su calor... Adiós, mi niña con ojos de vida y sonrisa de universo... Este niño, tu niño, sigue su caminar con el alma de un guerrero, buscando siempre el tesoro que llamamos amor.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Y el ocaso dibujó sus rayos en mi corazón....



Y cuando el sol despierta al amanecer, su luz renace, inundando de vida las llanuras adormecidas, pintando cada rincón con un brillo que solo la naturaleza puede esculpir. Las flores, con su belleza tímida, abren sus pétalos al son de esa luz dorada, riendo en colores que parecen cantar la canción de la vida misma. Y mientras ellas celebran, la luna, en su danza eterna, se despide de su amado sol. Lo hace con un último suspiro de luz, acompañada de un manto de estrellas que la sigue, como un cortejo silencioso que promete volver en el siguiente ciclo del universo.

El sol y la luna, en ese juego de encuentros y despedidas, nos enseñan que la vida es un constante renacer. Que en cada ocaso hay una promesa de amanecer, en cada noche una esperanza de día. La esencia de su luz, esa que nos envuelve incluso cuando no la vemos, dibuja rayos en lo más profundo de nuestro ser. A veces, en la prisa de la vida, olvidamos detenernos para sentir ese calor, ese abrazo cósmico que siempre está presente, rodeando nuestras vidas con una energía que nos conecta con todo lo que nos rodea.

Porque somos testigos, sin darnos cuenta, del amor que el cosmos nos brinda. Un amor que no pide nada a cambio, pero que se manifiesta en cada destello de luz, en cada sombra, en cada resplandor que compartimos con los demás. Y es en esa conexión, en ese reflejo que vemos en los ojos de quienes amamos, donde encontramos nuestra propia luz, nuestro propio amanecer de felicidad.

Es cuestión de escuchar, de sentir. De dejar que el eco de nuestro corazón resuene con el del universo. Solo entonces podemos ver cómo brilla ese sol interno que todos llevamos dentro, ese sol que, junto a la luna, danza en un ciclo interminable de amor y luz. Solo amanecemos para buscar nuestro horizonte, para alzar los ojos al cielo y llenarnos de esa energía que nos impulsa, que nos motiva, que nos hace vivir. Y al hacerlo, no solo llenamos nuestro propio corazón, sino que iluminamos el de los demás, como un faro que guía en la oscuridad, como un amanecer que promete un nuevo día.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Busca Elevarte en el viento de la sabiduría...




Un ala puede tener todas las plumas del mundo, pero no es por las plumas que vuela, sino por la fuerza del ala misma. Recuerdo esa historia de un pequeño pájaro, uno que desde su nido veía cómo los demás se alzaban en vuelo, deslizándose por el cielo con una gracia que a él le parecía casi mágica. Día tras día, cuando el viento soplaba y sus amigos extendían sus alas para dejarse llevar, él solo podía abrir las suyas con esfuerzo, sin lograr levantar siquiera un centímetro del suelo. Lo único que realmente volaba en esos momentos era su imaginación, esa que lo llevaba a lugares donde sus alas no podían.

Pasaron los años, y aunque las preguntas seguían rondando en su mente, las respuestas parecían más lejanas que nunca. Hasta que un día, un alcatraz pasó por allí y lo vio en su eterno enigma. El pájaro, aún sin haber probado el sabor de las alturas, se sintió pequeño y se lo confesó al alcatraz, admitiendo que, aunque había pasado años observando a los demás volar, él nunca había aprendido a hacerlo. Su corazón se llenó de tristeza al reconocer que, mientras otros se elevaban por encima de los acantilados, él seguía atrapado en su nido, enraizado por la ignorancia.

El alcatraz, sabio por la experiencia del viento y el mar, le dijo algo que cambió todo: “No es solo abrir las alas lo que te hará volar. Es entender que para elevarte, necesitas saber cómo usarlas. No es el viento el que te eleva, sino el conocimiento de cómo aprovecharlo”. Y en ese momento, algo se encendió dentro del pequeño pájaro. Comprendió que no era suficiente con mirar a los demás volar y preguntarse por qué ellos alcanzaban alturas que él solo soñaba. Entendió que sus alas, aunque grandes, nunca habían sido realmente suyas, porque nunca había aprendido a usarlas.

A veces, nos quedamos atrapados en la comodidad del nido, viendo cómo los demás se alzan y preguntándonos por qué nosotros no podemos hacer lo mismo. No nos damos cuenta de que el viento de la ignorancia nos mantiene anclados, impidiéndonos desplegar nuestras alas y explorar el mundo que se extiende más allá de nuestras propias limitaciones. Pero en esa conversación con el alcatraz, el pájaro descubrió que el verdadero vuelo no comienza cuando extiendes tus alas, sino cuando comprendes cómo utilizarlas, cómo dominar el viento, cómo desafiar la gravedad que no solo nos mantiene en la tierra, sino también en la oscuridad de nuestra propia falta de conocimiento.

Y así, el pequeño pájaro, que había pasado años en su nido, finalmente entendió que las alas no son solo para ser admiradas. Son para ser usadas, para ser probadas contra los vientos de la duda y la ignorancia, hasta que encuentres tu propio vuelo, ese que te lleva más allá de los acantilados, más allá de los horizontes que solo habías imaginado. Porque al final, volar no es solo una cuestión de abrir las alas, sino de aprender a conquistar el cielo que siempre ha estado esperando por ti.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Mediocridad...



¿Hasta dónde debemos caminar, esperando que los demás nos iluminen con una luz que solo ellos pueden dar? Me pregunto qué significa realmente ser sabio, cómo podemos alcanzar esa sabiduría que a veces parece tan esquiva. Es curioso, ¿no? Cómo definimos la mediocridad—una palabra que usamos para describir a aquellos que habitan en el medio, que no logran trascender, pero ¿quiénes somos nosotros para imponer esas mediciones? ¿Quién nos dio el poder de dictar quién avanza y quién se queda atrás?

Nos frustramos a menudo porque sentimos que no nos dejan llegar antes de haber siquiera comenzado, mientras que otros se contentan con no empezar lo que ya han iniciado. Es una paradoja, buscar una medida universal para nuestras vidas, un patrón que se aplique a todos los hombres por igual. Pero, en realidad, no tenemos un camino claro, no existe un mapa preestablecido que nos indique por dónde debemos andar. Y cuando nuestro paso se ralentiza por culpa de los demás, ¿cómo aprendemos de ese caminar que no es nuestro propio, sino el reflejo de las concepciones ajenas?

Mirar nuestras huellas... ¿Es eso sabiduría? O tal vez solo es un acto de dejar un rastro que otros recogerán después. ¿Cómo damos cuando lo que recibimos no es óptimo? Y lo más intrigante de todo, ¿cómo entendemos que lo malo que los demás nos brindan puede ser tan enriquecedor como lo mejor que nosotros mismos podríamos ofrecer? Cada existir, cada lógica, cada vida, cada ser, da lo mejor de sí, o al menos lo intenta. Y si no es así, ¿cómo saber hasta dónde podemos llegar, hasta dónde podemos ofrecer?

En este afán de claridad, a veces solo encontramos más oscuridad. Y nuestras filosofías, esas que creamos con tanto esmero, ¿qué son sino intentos de darle sentido a lo irracional, a lo que no podemos explicar? Solo sé que lo que un hombre juzga como mediocre, la sociedad lo ratificará o lo contradecirá, porque estamos todos atrapados en este juego de acoplarnos o no a las reglas que otros han establecido.

¿Debemos enfocarnos en un mundo donde el sentido de la razón sea la base del progreso? No lo sé todavía. Pero lo que sí sé es que debemos seguir caminando, seguir avanzando, porque tal vez, solo tal vez, en algún futuro, podamos mirar atrás y decir que nuestra existencia no dependió únicamente de lo que los demás hicieron por nosotros, sino de lo que nosotros mismos fuimos capaces de construir, paso a paso, huella a huella.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

La pobreza crece en la mente de los conformistas.......



He visto cómo muchos, en su afán de sentirse superiores, construyen pisos sobre sus viviendas, levantando muros que en realidad no hacen más que encerrar sus mentes en una cárcel invisible. Creen que han evolucionado, que han creado un hogar más grande, más imponente, pero en realidad solo han agregado capas de ladrillos a la barrera que los separa de su propia humanidad. Es curioso, ¿no? Que algunos puedan pensar que al leer un periódico ya conocen el mundo, que dominan la lectura, cuando en realidad solo han rozado la superficie de lo que es entender, de lo que es realmente conocer.

Y esos otros, los que cuelgan títulos en sus paredes con orgullo, creyendo que con eso han desterrado la ignorancia, no se dan cuenta de que la verdadera sabiduría no se mide por un papel, sino por la capacidad de ver más allá, de entender lo que está oculto en los detalles más simples de la vida. Es como si, al colgar esos diplomas, creyeran que han colgado también sus miedos, sus inseguridades, pero lo cierto es que esas paredes siguen tan vacías como siempre, porque la ignorancia no se vence con títulos, sino con la humildad de reconocer que siempre hay más por aprender.

Luego están aquellos que piensan que el valor de una persona crece a medida que aumentan los números en su cuenta bancaria, que la riqueza material es sinónimo de éxito. Pero lo que no entienden es que la pobreza, la verdadera pobreza, es un estado mental, no material. Puedes tener todo el dinero del mundo y aún así ser el hombre más pobre, si lo que posees no llena el vacío que llevas dentro. Porque la riqueza no se mide en monedas, sino en la capacidad de encontrar alegría en lo simple, de despertar cada mañana mirando al cielo, en lugar de ver solo la almohada que descansa bajo tu cabeza.

Esas palabras que tanto riman—millones, músculos, misericordia, misa, y mierda—no son más que símbolos de una realidad que muchos viven sin siquiera darse cuenta. Una realidad donde el verdadero crecimiento, el verdadero despertar, no tiene nada que ver con lo que puedes tocar o acumular, sino con lo que eres capaz de sentir, de experimentar, de comprender. Porque al final, quien no despierta mirando al cielo, quien no se atreve a soñar, a explorar más allá de lo que conoce, está condenado a vivir una vida limitada, una vida en la que solo verá su almohada, sin darse cuenta del vasto universo que se extiende más allá de su propia ignorancia.

Imagina un mundo donde la riqueza se mida no por lo que tienes, sino por lo que eres capaz de dar, por la profundidad de tus pensamientos, por la grandeza de tu corazón. Un mundo donde la evolución no se mida en pisos añadidos, sino en la capacidad de mirar al cielo y entender que la verdadera riqueza está en lo que no se puede comprar, en lo que no se puede medir, sino solo sentir. Porque, al final, es en ese despertar, en esa conexión con algo más grande que nosotros mismos, donde reside la verdadera belleza de la vida, la verdadera riqueza del ser.





Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Las Flores...


Si alguna vez me preguntas cómo es que las flores crecen, te diré que lo hacen con una necesidad casi desesperada de alcanzar el cielo, como si en ese acto de ascensión hallaran el propósito de su existencia. Pero, lo que me intriga, lo que realmente me fascina, es cómo logran llenarse de tanta belleza, cómo cada pétalo se construye con una delicadeza que parece desafiar el tiempo. Es como si se alimentaran de un río invisible, un torrente de vida que fluye desde las entrañas de la tierra, mezclándose con el amor incondicional de esa madre que las acuna y las nutre.

Ellas, las flores, siempre están mirando hacia arriba, hacia esas nubes que parecen pintadas por una mano invisible, que juegan con formas y sombras que nosotros, simples mortales, no siempre podemos descifrar. Pero ellas, ellas encuentran en esas figuras el reflejo de un mundo que imagino está lleno de sueños, un mundo donde cada sensación que viven se convierte en un pétalo, un fragmento de su ser que habla de la vida misma. Y desde el instante en que emergen de la tierra, no lo hacen para ser admiradas por nosotros, sino para declararle a la vida que los colores que portan son su celebración, su grito de alegría por estar vivas, por pertenecer a este gran círculo que es la existencia.

No importa cuántas veces las veas mirando al sol o a la luna con esos ojos invisibles, siempre sabrán de dónde vienen. Nunca olvidan sus raíces, porque entienden que no solo se alimentan de luz, sino de la tierra que les dio vida, de ese padre y madre que, desde el principio, les brindaron todo lo necesario para que, siendo apenas una semilla, se convirtieran en exploradoras de la vida. Y es ahí, en esa dualidad de luz y tierra, donde reside su verdadera belleza. No es solo el color de sus pétalos lo que las hace hermosas, sino la sabiduría que guardan en su corazón, una sabiduría que habla de la conexión con todo lo que las rodea.

Así que, la próxima vez que te encuentres contando los pétalos de una flor, buscando en ellos un propósito, recuerda que cada uno de esos pétalos es el resultado de un deseo, un anhelo profundo de la flor. Y si logras alinear tus propios deseos con ese propósito, quizá, solo quizá, ella te guíe en el camino de crecer, sin olvidar nunca de dónde vienes, sin perder de vista tus raíces, esas que te conectan con la esencia misma de la vida.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Imaginate....



Imagina un mundo donde el sonido de las olas no es solo un murmullo en la distancia, sino un susurro íntimo que se mezcla con el calor del sol, impregnando cada rincón de tu ser con una vibración profunda, que resuena en lo más hondo de tu alma. Es como si cada ola, con su vaivén, trajera consigo una parte del universo, depositándola suavemente en la orilla de tu conciencia, recordándote que estás vivo, que eres parte de algo más grande, algo que trasciende la mera existencia.

Y en medio de este escenario, tu voz se eleva, no como un simple sonido, sino como una corriente invisible que atraviesa el espacio, sorteando las barreras de la realidad, buscando conectar con ese círculo sagrado que nos une a todos, a los hombres, a la esencia misma de lo que somos. Es un eco de tus deseos más profundos, esos que a menudo ignoramos, sepultados bajo las capas de la rutina y la superficialidad de un destino que a veces parece escrito en una lengua que no comprendemos del todo.

Pero cuando te detienes, cuando escuchas, cuando sientes... Ahí es donde ocurre la magia. Al contemplar la luna, esa esfera plateada que cuelga en el cielo nocturno como un espejo del alma, ves reflejado en su luz algo más que un simple astro. Ves tus deseos más íntimos, esos que laten con fuerza en lo más profundo de tu ser, esperando el momento de salir a la superficie, de manifestarse en toda su belleza. Porque, en el fondo, esa energía que sientes, esa chispa que a veces crees haber perdido, nunca se ha ido. Está ahí, esperando, latiendo con un pulso suave pero constante, esperando que la reconozcas, que la abraces, que la dejes brillar.

Y es en ese reconocimiento, en esa conexión con tu esencia, donde encuentras el verdadero sentido de todo. El mundo deja de ser un lugar frío y distante, y se convierte en un reflejo de tu propio ser, un espejo en el que ves no solo tus deseos, sino también tus miedos, tus alegrías, tus tristezas. Todo aquello que te hace humano, que te hace sentir, que te hace vibrar con la intensidad de un rayo de sol atrapado en la espuma de una ola, o con la serenidad de la luna iluminando la noche.

Entonces, cada paso que das, cada respiración que tomas, se convierte en una manifestación de esa energía, de ese deseo de vivir, de sentir, de ser más de lo que las circunstancias te permiten ser. Y te das cuenta de que no necesitas más que eso, que esa conexión con la vida, con el universo, es todo lo que necesitas para encontrar la paz, la felicidad, la plenitud.

Así que, cuando te sientas perdido, cuando el peso de la vida te abrume, recuerda ese sonido, ese susurro de las olas, ese calor del sol, esa luz de la luna. Recuerda que, en lo más profundo de tu ser, siempre está esa chispa, esa energía que te conecta con todo, que te hace ser quien eres, y que, a pesar de todo, siempre te guiará de vuelta a ti mismo.

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Blackbird




Pájaro Negro, de voz amarga y canto silencioso, me hablas desde lo profundo de esta noche interminable. Siento en mi pecho el peso de tus alas rotas, de tus ojos hundidos que se ahogan en la oscuridad, buscando una luz que parece esquiva. Toda tu vida, has esperado en el abismo, en ese rincón oculto de la existencia, donde la soledad se convierte en un compañero persistente, una sombra que abraza con dedos fríos y envolventes. No es una simple ausencia de compañía, no... Es un dolor que cala hondo, que se filtra por cada grieta del ser, llenando los espacios vacíos con un eco sordo, una melodía que solo tú y yo entendemos.

La noche es negra, tan negra que se vuelve palpable, tan espesa que podría tocarla, sentirla resbalar entre mis dedos como un velo de terciopelo desgastado. Pero, dentro de ti, Pájaro Negro, hay una chispa que se niega a morir, un susurro que desafía la desesperanza, que susurra con insistencia: “vuela”. No es una orden, ni siquiera un deseo, es una necesidad, una urgencia que brota de lo más profundo de tu ser, como si cada pluma, cada fibra de tu ser gritara por esa libertad que has anhelado toda tu vida.

El viento frío de la noche acaricia mis mejillas, y cierro los ojos, intentando ver lo que tú ves, sintiendo la soledad que ha marcado cada uno de tus días. Es como un río subterráneo que corre silencioso, escondido bajo la superficie, esperando el momento de desbordarse y llevarse todo a su paso. Pero incluso en esa soledad, en ese vacío que parece no tener fin, hay algo más. Una esperanza, tal vez, una luz tenue que parpadea en la distancia, recordándote que, a pesar de todo, aún puedes volar.

Siento la dureza del suelo bajo mis pies, pero en mi mente, estoy contigo, Pájaro Negro. Estoy contigo mientras abres esas alas lastimadas, mientras pruebas el aire con cautela, como si temieras que pudiera desaparecer en cualquier momento. Pero lo haces, te elevas, tal vez no con la gracia que una vez imaginaste, pero te elevas. Y en ese vuelo, en ese primer aleteo torpe, hay algo más que simple supervivencia. Hay un atisbo de redención, una promesa de que este no es el final, sino un nuevo comienzo.

La soledad, aunque dolorosa, también es una maestra implacable. Nos muestra nuestras heridas, nos enfrenta a nuestros miedos más oscuros, pero también nos da la oportunidad de sanarlos, de transformarlos en algo nuevo. Y tú, Pájaro Negro, eres la encarnación de esa transformación. En tu vuelo, veo la lucha, la resistencia, pero también la liberación. Porque al final, la libertad no es algo que nos es dado, es algo que debemos reclamar, incluso en la oscuridad más profunda, incluso cuando nuestras alas están rotas.

Y en ese momento, en esa fracción de segundo en la que decides volar, todo cambia. El cielo ya no es una prisión, sino un lienzo vacío, esperando ser llenado con tus trazos, con tu vuelo. La noche, aunque sigue siendo negra, ya no es tan opresiva, porque en tu vuelo, en tu canto, hay luz. Una luz que no se apaga, una luz que brilla incluso en la oscuridad más absoluta.

Así que vuela, Pájaro Negro, vuela alto. Porque aunque la soledad te haya marcado, no te ha derrotado. Tú habías esperado por este momento toda tu vida, y ahora, finalmente, es tuyo

Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Busca la luz de tu interior....


El hombre primitivo, en su simplicidad, conocía tan poco del mundo exterior, pero estaba inmerso en una profunda conexión con su mundo interior y el otro mundo, ese que no se ve pero se siente en cada latido del alma. Hoy, nosotros, avanzados y tecnológicamente iluminados, hemos invertido esa balanza. Sabemos tanto del exterior, de lo tangible, de lo que se mide, pero hemos perdido el contacto con el desorden que yace en nuestro interior, con esa complejidad que nos define como seres humanos. Nos hemos alejado de lo invisible, de lo que solo se comprende con el corazón.

Y aquí estamos, caminando por sendas trazadas por la razón, buscando respuestas en un mar de incertidumbre. Si nuestra existencia es un equilibrio entre el desorden y el orden, ¿dónde queda entonces la fe? ¿Es la fe un intento desesperado de encontrar orden en nuestra complejidad, o es simplemente un refugio en el que descansamos cuando el caos nos abruma? Nos decimos que la fe es el ancla que nos sostiene, pero ¿no es también lo que nos detiene de explorar más allá, de seguir nuestro camino individual sin los muros de una creencia establecida?

Alguien dijo una vez que la sabiduría humana se mueve entre dos enigmas indescifrables: el origen de todas las cosas y la incógnita del último fin. En medio de estos misterios, nos afanamos por encontrar sentido a la vida, por perfeccionarnos. Pero, ¿cómo lo hacemos si nuestras preguntas a menudo se quedan sin respuesta, si nuestras dudas nos atan más que liberan? Cerramos los ojos, abrimos el corazón, y dejamos que la fe nos guíe, pero al hacerlo, ¿no olvidamos el camino que podríamos trazar por nosotros mismos, con nuestras propias manos, sin la necesidad de debatir sobre un Dios?

¿Cómo es posible crecer sin fe, y al mismo tiempo, no estancarnos por ella? ¿Cómo enseñamos a creer sin los ojos, solo con el corazón? Nos enfrentamos a un dilema profundo: los sentidos nos dicen una cosa, la fe otra. Y en ese equilibrio delicado, tratamos de darle sentido a nuestro camino, de encontrar una dirección que nos lleve más allá de la duda, más allá del miedo. Preguntamos, a veces solo para no responder. Buscamos en los demás las respuestas que nos da pavor encontrar en nosotros mismos. Nos volvemos complejos, tan difíciles de entender, y sin embargo, necesitamos de los otros para equilibrar nuestro ser, para hallar la paz en el caos.

Es en esta intersección de la fe, el desorden, y la razón, donde nos encontramos, donde buscamos un sentido en un mundo que parece negarlo. Pero tal vez, solo tal vez, el sentido no está en encontrar las respuestas, sino en aprender a vivir con las preguntas, en seguir adelante a pesar de no saber, en confiar en que, de alguna manera, el camino se hará claro mientras caminamos.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Complejos....


Un día en el mundo de la recta numérica, el número complejo lloraba desconsolado. Se sentía aislado, incomprendido, porque los otros números, los que se consideraban reales, le decían que por ser imaginario, no existía realmente. Y así, en su tristeza, pensaba en cómo sería su vida si pudiera ser un número real, tangible, aceptado por todos sin cuestionamientos.

Caminó lentamente hasta su casa, sintiendo el peso de sus pensamientos, dándole vueltas a lo que los demás le decían. Se preguntaba cómo algo tan real para él, como su existencia, podía convertirse en una fantasía a ojos de los demás. Llegó a su hogar y decidió buscar consuelo en su amigo, el cero, que siempre había estado ahí, en silencio, pero firme.

Al escuchar la historia del número complejo, el cero, con su voz tranquila y sabia, le dijo que no debía preocuparse tanto por lo que los otros números pensaban. “No importa si no te ven en la realidad”, le dijo el cero, “tu imaginación siempre será lo que dé sentido a tu existencia. Y mientras seas positivo, jamás serás negativo, porque solo aquellos que son imaginarios y positivos buscan y encuentran. Entre más buscan, más se dan cuenta de que la búsqueda es infinita, y eso es lo que hace especial a un número como tú.”

El número complejo, escuchando las palabras de su amigo, empezó a ver las cosas de otra manera. Comprendió que, aunque no todos podían entenderlo, él tenía un lugar único en ese mundo numérico. Su naturaleza imaginaria no lo hacía menos real, sino que lo conectaba con una dimensión diferente, donde la búsqueda y el descubrimiento eran constantes, y donde no había necesidad de acomplejarse por imaginar un mundo sin complejos.

Reflexionando, el número complejo entendió que pensar de manera compleja no siempre era comprendido por otros, pero aquellos que se atrevían a explorar lo complejo, también eran los que encontraban caminos nuevos, que otros no se atrevían a recorrer.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

Oración Maya


Oh, Gran Creador, Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra, tú que nos formaste con amor y propósito, hoy levanto mi voz en agradecimiento por la vida que nos has dado, por cada amanecer que ilumina nuestras esperanzas y nos invita a soñar. Dios del Trueno, Dios de la Lluvia, a ti acudo desde la salida del sol, buscando paz no solo para mí, sino para todos tus hijos que habitan este mundo. Que la libertad y la tranquilidad sean el manto que cubra a aquellos que viven en el Este, donde el sol se levanta con promesas de un nuevo día.

Pero también te pido, oh Creador, que cuando el día decline y el sol se esconda hacia el Oeste, te lleves con él todo sufrimiento, toda pena, todo rencor que oprime los corazones. Que tu luz, esa que nunca se apaga, ilumine los pensamientos de aquellos que lloran, de los que sufren en silencio, de los oprimidos que aún no han oído la esperanza que tu amor les ofrece.

Volteo mi mirada al Sur, hacia el Corazón del Mar que purifica y renueva, rogándote que alejes toda corrupción, enfermedad y pestilencia de nuestras vidas. Danos la fortaleza necesaria, no solo para alzar nuestras voces en súplica, sino para que esas voces lleguen hasta tu corazón, se reflejen en tus manos y se conviertan en acción en nuestros pies. Nos postramos delante de ti, oh Gran Creador, con nuestras ofrendas humildes, invocándote en cada instante, día y noche, con la certeza de que nos escuchas.

Y finalmente, te ruego hacia el Norte, desde los cuatro puntos cardinales que sostienen este mundo. Confío en que el Corazón del Viento llevará hasta tus oídos el clamor de tus hijos, nuestras plegarias que surgen de lo más profundo de nuestro ser. Oh Gran Creador, Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra, nuestra madre, te pedimos vida, mucha vida, y una existencia que sea útil, que contribuya al bien común, para que nuestros pueblos, dispersos por todas las naciones, encuentren la paz que tanto anhelamos.

Por:Juan Camilo Rodriguez Garcia .·.