miércoles, 21 de diciembre de 2016

El olvido del corazón…


Alguna vez, solía volar tranquilo por las montañas, dejando que el aroma del alba en las grandes sabanas guiara mis alas. Día tras día, me posaba en la misma rama de aquel majestuoso olmo, observando cómo el sol, con su luz dorada, se desvanecía en el horizonte. Era un momento mágico, donde cada ser en la tierra entonaba su canto, creando una sinfonía que parecía diseñada por el universo mismo, un homenaje al amor eterno entre el sol y la luna.

El cielo se teñía de un rojo profundo, anunciando la llegada de la luna. El aire se llenaba de una expectación palpable, como si la naturaleza misma contuviera el aliento para presenciar el encuentro de estos dos amantes cósmicos. La noche desplegaba su manto de estrellas, y yo, desde mi rama, observaba fascinado cómo la luna aparecía, bañada en una luz blanca que cegaba con su belleza. Era el clímax de una danza cósmica, un ritual de pasión que se repetía con la precisión de un reloj eterno.

Después de este espectáculo, yo solía volar en busca de pequeñas semillas para alimentar mi cuerpo y mi alma. A veces, encontraba abundancia en árboles pequeños; otras veces, en los grandes y frondosos, no hallaba tanto, pero siempre me ofrecían refugio contra la lluvia o el frío de la noche. Volaba solo, persiguiendo la belleza en cada rincón, hasta que un día, mi atención fue capturada por dos seres que parecían distintos a todos los demás. Veía en ellos algo que nunca antes había presenciado desde las alturas: amor verdadero.

Horas y horas los seguí, observando cómo reían, lloraban, se peleaban y reconciliaban, siempre juntos. Me dejaba llevar por la cálida brisa de la mañana, dejándome caer en cascadas de rocío, pero mi mente, mi ser, ya no era el mismo desde que había visto a esos seres compartiendo su vida. Un día, los vi besarse, y quedé atónito. No entendía cómo algo tan sencillo podía ser tan poderoso. Cerraban sus ojos como si, en ese gesto, entregaran todo lo que eran. Fue entonces cuando presencié algo más profundo: el ritual de entrega de cuerpos, un acto tan íntimo, tan cargado de significado, que no podía expresarlo con palabras. Sus miradas, sus gestos, hablaban un idioma que yo, desde mi rama en el olmo, solo podía admirar.

En ese instante, deseé con todo mi ser ser uno de ellos. Mis sueños me llevaron a volar más alto que nunca, hasta que una luz cegadora me detuvo en seco. De pronto, podía sentir, llorar, sufrir. Ya no estaba solo en el cielo; ahora caminaba sobre la tierra. Los atardeceres ya no eran lo mismo, y aunque podía correr por los pastizales que antes solo veía desde lo alto, algo dentro de mí había cambiado. Ahora, no solo podía oler la hierba; podía sentirla bajo mis pies. Podía nadar en los ríos, saborear los frutos que antes solo adornaban mi vista. Pero también podía temblar de frío, llorar de soledad, y en medio de todo esto, a veces olvidaba la belleza de volar, de dejar que mis sueños me elevaran como hojas en el viento otoñal.

Hoy, mientras corro por esos mismos prados, siento una nostalgia que me arrastra hacia el pasado. Ya no veo a tantas personas a la sombra del gran olmo. Han olvidado la esencia de la vida, esa que solíamos contemplar juntos. Han olvidado cómo sus corazones latían al unísono con el universo. Añoro esos días soleados donde el calor me elevaba, donde todo era más simple, más puro. Pero sé que mientras haya un corazón que suspire al atardecer, que busque ese ritual cósmico entre el sol y la luna, yo estaré aquí, esperando el momento de volver a desplegar mis alas. Porque, al final, volar no es solo cuestión de altura, sino de corazón.


Por: Juan Camilo Rodriguez .·.

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