He visto cómo muchos, en su afán de sentirse superiores, construyen pisos sobre sus viviendas, levantando muros que en realidad no hacen más que encerrar sus mentes en una cárcel invisible. Creen que han evolucionado, que han creado un hogar más grande, más imponente, pero en realidad solo han agregado capas de ladrillos a la barrera que los separa de su propia humanidad. Es curioso, ¿no? Que algunos puedan pensar que al leer un periódico ya conocen el mundo, que dominan la lectura, cuando en realidad solo han rozado la superficie de lo que es entender, de lo que es realmente conocer.
Y esos otros, los que cuelgan títulos en sus paredes con orgullo, creyendo que con eso han desterrado la ignorancia, no se dan cuenta de que la verdadera sabiduría no se mide por un papel, sino por la capacidad de ver más allá, de entender lo que está oculto en los detalles más simples de la vida. Es como si, al colgar esos diplomas, creyeran que han colgado también sus miedos, sus inseguridades, pero lo cierto es que esas paredes siguen tan vacías como siempre, porque la ignorancia no se vence con títulos, sino con la humildad de reconocer que siempre hay más por aprender.
Luego están aquellos que piensan que el valor de una persona crece a medida que aumentan los números en su cuenta bancaria, que la riqueza material es sinónimo de éxito. Pero lo que no entienden es que la pobreza, la verdadera pobreza, es un estado mental, no material. Puedes tener todo el dinero del mundo y aún así ser el hombre más pobre, si lo que posees no llena el vacío que llevas dentro. Porque la riqueza no se mide en monedas, sino en la capacidad de encontrar alegría en lo simple, de despertar cada mañana mirando al cielo, en lugar de ver solo la almohada que descansa bajo tu cabeza.
Esas palabras que tanto riman—millones, músculos, misericordia, misa, y mierda—no son más que símbolos de una realidad que muchos viven sin siquiera darse cuenta. Una realidad donde el verdadero crecimiento, el verdadero despertar, no tiene nada que ver con lo que puedes tocar o acumular, sino con lo que eres capaz de sentir, de experimentar, de comprender. Porque al final, quien no despierta mirando al cielo, quien no se atreve a soñar, a explorar más allá de lo que conoce, está condenado a vivir una vida limitada, una vida en la que solo verá su almohada, sin darse cuenta del vasto universo que se extiende más allá de su propia ignorancia.
Imagina un mundo donde la riqueza se mida no por lo que tienes, sino por lo que eres capaz de dar, por la profundidad de tus pensamientos, por la grandeza de tu corazón. Un mundo donde la evolución no se mida en pisos añadidos, sino en la capacidad de mirar al cielo y entender que la verdadera riqueza está en lo que no se puede comprar, en lo que no se puede medir, sino solo sentir. Porque, al final, es en ese despertar, en esa conexión con algo más grande que nosotros mismos, donde reside la verdadera belleza de la vida, la verdadera riqueza del ser.
Por: Juan Camilo Rodriguez .·.
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