El silencio, ese viejo conocido, ha retomado su lugar en mi vida, reclamando un espacio en mi mente, exigiendo respuestas que ni siquiera sé si tengo. ¿Por qué sufro? ¿Por qué lloro? Son preguntas que se repiten, como el eco de gotas de lluvia que caen una tras otra, cada una llevando consigo una ilusión rota, un sueño que se desvanece en mi ser. Aquí, bajo este árbol frondoso y lejano, cargado con los frutos del ayer, siento cómo el frío se cuela en mis huesos, cómo la rabia se aferra a mi alma.
Lo único que anhelo es volver a sentir la caricia de sus manos en mi rostro, esa caricia que tenía el poder de sanar, de renovar mi espíritu. Su sonrisa, esa que me robaba suspiros y apagaba el dolor en una lágrima que brotaba desde lo más profundo de mi ser, es lo que más extraño. Me aferro a la esperanza de que mi hada, la que porta en sus alas el destello del perdón, me permita regresar, me permita volver a estar sin necesidad de ser.
Pienso en razones, pero no las encuentro en la lógica, sino en el corazón. Y siempre me llevan al mismo lugar, a ese punto donde quiero gritar, no para ser escuchado, sino para liberar el peso que llevo dentro. Escondo mi dolor, intentando dejar de sentir, deseando hundirme en los manantiales del olvido, correr por el valle del no tiempo. Pero mis pasos, por más rápidos que los intente, no pueden escapar de los recuerdos que siempre me alcanzan.
Hoy, mientras levanto la mirada al sol, en el reflejo de mis lágrimas veo cómo los pétalos de la flor que sostiene mi existencia han caído suavemente. Flotan ahora en lo que fue mi dolor, muriendo con él. Y bajo la sombra de este gigante de universos que ha sido mi fiel compañero, veo un pequeño fruto. No estoy solo. Otros seres, antes opacados por mi dolor, comienzan a levantar su mirada conmigo, y siento cómo todos volvemos a renacer, cómo nuestros pétalos, antes marchitos, luchan por salir de nuevo a la luz que una vez los llenó de color.
Ese pequeño fruto comienza a crecer, y su aroma, su piel, me invitan a acercarme, a ceder ante su llamada. Poco a poco, comprendo que ahora debo alimentarme de esa esencia que nació a la sombra de mi dolor, que el fruto del perdón ha brotado con el tiempo, alimentado por mi vivir. Y al mirar a mi alrededor, veo que no soy el único. Todos compartimos este fruto, porque todos hemos comprendido que, al final, todo es amor, todo es vida, todo es ilusión. Pero cada paso que damos, cada respiro que tomamos, se alimenta de ese fruto del perdón, que nos da la fuerza para seguir adelante.
Ahora entiendo que el perdón no es solo para los demás, sino también para uno mismo. Es el alimento que nos permite sanar, renacer, seguir adelante. Bajo este árbol, con la luz filtrándose entre sus hojas, sé que el dolor no es el fin, sino el comienzo de algo nuevo. Y con cada fruto que comparto, con cada sonrisa que renace, siento que estoy más cerca de la paz, más cerca de la luz que siempre ha estado ahí, esperando a que la vea.
Por: Juan Camilo Rodriguez .·.
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