Un corazón desolado, marginado en lo más profundo de mi ser, late sin fuerza, sin rumbo, apagado por un amor que ya no encuentra sentido. El tiempo ha pasado, dejando cicatrices en un cielo que parece estar en cautiverio, atrapado en un ciclo de sentimientos que solo conocen el destierro. Lugares silenciosos, sin promesas, sin esperanza de cambio, se convierten en el escenario de mi existencia.
El viento, a veces suave, a veces fuerte, levanta mi centro, llevándose con él los martirios y tormentos que alguna vez me afligieron. Sin embargo, no encuentro consuelo en los encuentros que se desvanecen, en las memorias de momentos que ya no regresarán. Ébanos y crisantemos, símbolos de lo que fue, de lo que se ha perdido, se entrelazan en un clamor silencioso, una súplica por olvidar, por huir, por esconder esos recuerdos que ahora solo me lastiman.
En este desierto que he construido dentro de mí, solo quedan reflejos solitarios, ecos de un pasado que sin ti, amor, se vuelve interminable. El cielo, que alguna vez fue mi refugio, ahora se extiende infinito y vacío, sin fin, sin horizonte. Y este desierto, este vasto e inhóspito lugar, se ha convertido en mi puerto, en el lugar donde me detengo, donde me quedo, porque no hay otro destino que se avizore en el horizonte.
El camino que alguna vez pensé recorrer contigo, se fragmenta en momentos efímeros, en instantes que ya no llevan a ningún lugar. La llegada, ese fin tan esperado, se queda en lo lejos, inalcanzable, perdida en la bruma de lo que podría haber sido. La soledad, compañera fiel, se instala en mi alma, una alma que, aunque conoce la inmortalidad, ahora parece condenada a la eternidad del vacío