Despierto, pero es un despertar extraño, como si aún estuviera atrapado en un sueño del que no puedo salir. Es un estado catatónico, una sensación de estar suspendido entre la vigilia y la ensoñación, donde las realidades se mezclan y las imágenes pierden su peso, su importancia. Todo parece distante, como si observara mi vida desde fuera, sin poder realmente tocarla.
Reacciono lentamente, como quien se enfrenta a una verdad incómoda. Me doy cuenta de que el tiempo no es más que una sucesión de intervalos pequeños, momentos efímeros de felicidad que aparecen y desaparecen sin previo aviso. Es una felicidad inconstante, fugaz, que se escapa entre los dedos antes de que pueda aferrarla. Y en medio de ese despertar, me invade un deseo profundo, casi desesperado, de hundirme en un mar de hedonismo, de dejarme llevar por placeres que me alejen de los afanes diarios que me consumen.
Pero luego, me miro en el espejo, y lo que veo es un abismo. No es solo el reflejo de mi rostro, es algo más profundo, más oscuro. Es la realidad que empieza a mostrar sus garras, esa que muchos evitan, cayendo en narcisismos que solo alimentan sus egos. Es fácil perderse en ese espejo, en la ilusión de que somos más de lo que realmente somos, en la trampa de creernos únicos, especiales. Pero al final, todo eso es vacío, es humo que se disipa cuando finalmente despierto... y me encuentro cara a cara con la verdad.
Ahí está, presente, el Gran Arquitecto del Universo. No como una figura imponente o temible, sino como una presencia serena, silenciosa, que lo abarca todo. Es una realidad que trasciende las ilusiones, que no se deja engañar por los espejismos del ego. Es la fuerza que sostiene el universo, que da forma a lo que es y a lo que será. Y en ese despertar, en ese momento de claridad, me doy cuenta de que todo lo demás, los afanes, los deseos, los espejos, son solo sombras pasajeras frente a esa luz eterna.
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