jueves, 23 de junio de 2016

@l final


Al final, pensé que todo era por ignorancia, esa neblina que nos envuelve cuando creemos saberlo todo. Pero en esa niebla, descubrí nuevas ideas, luces que se encendían en la oscuridad, revelando caminos que antes no veía. Era como si el mundo se expandiera ante mis ojos, mostrándome que siempre hay algo más por aprender, algo más por explorar.

Pensé que era por dinero, esa trampa en la que muchos caen. Pero en el fondo, descubrí que lo que realmente importa son esos momentos gratos, esos instantes que se convierten en recuerdos, en tesoros de un valor incalculable. Y me di cuenta de que el verdadero lujo no está en lo material, sino en las experiencias que compartimos, en las risas que nos arrancan el alma y en las miradas que lo dicen todo sin necesidad de palabras.

Al final, pensé que el mundo era enorme, inabarcable. Pero pronto comprendí que lo realmente grande son los caminos que recorremos, no los lugares que descubrimos. Esos caminos que nos llevan de un corazón a otro, de una historia a otra, creando conexiones que trascienden la distancia. Porque, al final, no importa cuán lejos vayamos, siempre estamos buscando algo, o quizás, alguien.

Pensé que la soledad sería mi compañera, esa sombra que a veces parece inseparable. Pero terminé encontrando su antónimo en tu corazón, en ese espacio donde mi soledad se disolvió en compañía, en comprensión, en amor. Y descubrí que, en realidad, no estamos tan solos como pensamos; solo necesitamos encontrar a esa persona que camine a nuestro lado, que nos tome de la mano y nos haga sentir completos.

Creí que todo era por poder, por tener control sobre lo que me rodeaba. Pero en el camino, encontré la humildad, esa que me enseñó a seguir adelante sin la necesidad de dominar, sino de acompañar. La humildad que me recordó que el verdadero poder no está en lo que poseemos, sino en cómo tratamos a los demás.

Al final, pensé en un Dios, en esa figura que tantos buscan en los momentos de desesperación. Pero lo que encontré fueron las palabras de muchos hombres, voces que, aunque distintas, resonaban con la misma verdad: la vida es un misterio, y cada uno la entiende a su manera. En esas palabras, descubrí que la divinidad está en lo que hacemos, en cómo vivimos, en cómo amamos.

Creí que todo estaba predestinado, que cada paso estaba escrito en algún lugar. Pero en la espontaneidad, en la capacidad de sorprenderme, encontré la verdadera magia de la vida. Esa chispa que surge cuando menos lo esperamos, que nos recuerda que no todo está planeado, y que eso, precisamente, es lo que hace que valga la pena.

Al final, encontré a mucha gente, pero me refugié en pocos. Porque en este vasto mundo, son pocos los que realmente importan, los que se quedan cuando todos los demás se van. Esos pocos son los que le dan sentido a todo, los que se convierten en nuestro refugio, en nuestra razón.

Decidí vivir para disfrutar, no para desaparecer en la monotonía del día a día. Porque al final, la vida no se trata de cuántos años vivamos, sino de cómo vivimos cada uno de esos años. Entendí que el destino final, ese atardecer del tiempo, no es algo que debamos temer, sino algo que debemos aceptar con la certeza de haber vivido plenamente.



Por: Juan Camilo Rodriguez .·.


No hay comentarios:

Publicar un comentario