Se apagan los colores, como si el tiempo mismo hubiera decidido tomar un descanso y dejar que la vida se marchite en su ausencia. Es extraño ver cómo esas estaciones, que solían marcar el ritmo de nuestros días, ya no caminan con la misma certeza. Sus ideas se secan, al igual que sus ramas, quebradizas, como promesas olvidadas en un rincón de la memoria.
Lo que antes eran raíces firmes, llenas de vida, hoy son apenas hebras, recuerdos de lo que fue. Ya no hay frutos que recoger, esas cosechas que alguna vez alimentaron nuestras esperanzas. Los años han pasado, sí, y sus tallos, antes llenos de vigor, reflejan el desgaste de una existencia que se va apagando lentamente. Las destrezas, las novedades, las ideas que lo nutrían, se han perdido en el viento, dejando solo un eco vacío.
Los arroyos que fluían a su alrededor, dándole vida, se han secado, y los motivos que alguna vez lo impulsaron a crecer se han convertido en destierros infinitos, en promesas rotas que ya no tienen valor en este mundo de malezas. Las cicatrices marcan su destino, un destino que, aunque lleno de dolor, aún guarda la esperanza de germinar en el olvido. Es un contraste cruel, ver cómo las ideas que alguna vez florecieron se secan, y cómo las promesas, ahora abandonadas, se desvanecen en un mundo que parece haber perdido el rumbo.
Al lado del camino, este viejo amigo fallece en silencio, olvidado por sus hojas, desdichado en su soledad. Sus ramas caen, una a una, sobre la hierba del solsticio, y con cada una de ellas, un pedazo de su historia se va, dejando un vacío que no se puede llenar, una tristeza que no se puede escribir.
Y ahí queda, en medio del camino, un testigo mudo del paso del tiempo, un recuerdo de lo que alguna vez fue, y de lo que ya no será. Sin haberlo escrito, deja un gran vacío, un hueco en el alma de quienes lo conocieron, un lamento silencioso que resuena en el viento, llevándose consigo los colores, las promesas, y las esperanzas que alguna vez lo mantuvieron en pie.
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